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EL ESCONDITE DE IVÁN

RABEL

RABEL

Una vez, conocí a un tipo que coleccionaba sonrisas. Era un chaval rubio de ojos tristes, con cara de chaval y manos de chaval y piernas de chaval.
Verano o invierno, siempre llevaba puestos unos pantalones cortos hasta las rodillas, una gorra de tela, como esas que utilizan algunos pescadores, y una cámara de fotos. Era una de esas cámaras de plástico, sencillas, en las que sólo hay que apretar un botón y ya está.
La gente, en el barrio, no sabíamos exactamente dónde vivía o si tenía una familia o algo así. Únicamente se le veía, a veces, pasear por los parques y atravesar las calles de aquí para allá con su cámara de fotos barata, hablando con alguien, o si no, silbando siempre fragmentos del Bolero de Rabel.
Él no hablaba demasiado de sí mismo, sin embargo, hablaba sin parar. Muchas veces recitaba de memoria los versos aprendidos de algún libro de Machado o de cualquier otro poeta con nombre propio, o las noticias del día, leídas del periódico y aprendidas de memoria, palabra por palabra.
La gente aseguraba que nunca nadie le había visto sonreír, y que por las noches, al igual que por el día, se paseaba silbando por las calles desiertas, porque no necesitaba dormir; y también, que sabía interpretar el lenguaje de los animales y el de los seres inertes, y a la vez, hablar en más de siete idiomas distintos.
Nadie sabía su verdadero nombre, pero alguien, un día, supongo que por lo de que siempre andaba silbando el Bolero de Rabel, debió de empezar a llamarle así, de ese modo, Rabel.
Muchos le trataban de loco, pero en general, resultaba ser un personaje curioso y simpático. Y aunque él nunca sonreía, siempre te miraba fijamente con aquellos ojos quebrados y profundos, y al hablar, de alguna misteriosa forma, era capaz de manipularte con sus palabras para robarte una inevitable sonrisa e inmortalizarla con su cámara de fotos.
No parecía tener más de veinte años y, sin embargo, nadie podía asegurar que no tuviese treinta o cuarenta, porque la naturaleza serena y pálida de su rostro, parecía estar dispuesta a mentir siempre, y su voz, densa, poderosa y embriagadora, parecía flotar por encima de las demás voces.
Y así, se le podía ver, con su cámara, un día tras otro, de aquí para allá, robando amablemente sonrisas a la gente de la ciudad, con su semblante melancólico e inmortal, y su voz, como enjambre de palabras, mariposas de neón, a su paso, sobrevolando todas las cabezas del mundo.

Un día, a la salida del metro, me lo encontré junto a un grupo de personas que rodeaban una especie de bulto. Parecía tratarse de un accidente, un atropello o algo así y decidí acercarme para averiguar lo que había ocurrido.
Hasta aquel día, yo sólo había hablado con Rabel en una ocasión, y al ir acercándome al lugar, fui recordando lentamente nuestra conversación.
Aún no era noviembre y, sin embargo, la ciudad ya se arropaba bajo unas espesas e inmaculadas sabanas de blanca nieve. Era media mañana, y el cielo, por fin, después de tres días de tormenta gris, ventisca y oscuridad, comenzaba a clarear. El sol, titubeante, jugaba a asomarse tras las nubes para, lentamente, transformar en gotas de agua los cúmulos de nieve.
Sentado en la parada del bus, aprovechaba yo la espera para leer un poco, cuando entonces, oí su voz al otro lado de la acera.
Había oído hablar mucho de él, pero hasta aquel momento, aún no le había visto más que de lejos en un par de ocasiones.
Dos ancianos parecían haberle preguntado sobre el pronóstico del tiempo, y él los fotografiaba sonrientes, a la vez que les informaba, de memoria y textualmente, sobre lo que meteorológicamente iba a acontecer en los próximos dos días.
Fue entonces cuando se fijó en donde estaba yo y, sin despedirse, cruzó la calle y se plantó ante mí.

-Hola Rabel, ¿Vienes a robarme una sonrisa?

-La ley prohibe a los hombres hacer lo que sus instintos les inclinan a hacer, de ahí se sigue, que si existen leyes contra el robo, el asesinato y el estupro, entonces es que el animal humano debe ser estuprador, homicida y rapaz.
¿Cuál es tu nombre?

Sonreí ante su respuesta y al ir a decirle mi nombre, me sorprendió con el flash de su cámara.

-¿Que haces después con todas estas fotos? Le pregunté sin responder yo a su pregunta.

-A veces las palabras son más veloces que los cuerpos, que los nombres, que los días. Mi cuerpo es dueño sólo de sí mismo, pero no de mis palabras. Mi pensamiento y mis palabras son como una pareja que se aman pero no se entienden, y se limitan a seguir juntos únicamente por respeto a sus hijos.
Mi cuerpo es el hijo de lo que de verdad soy y algún día dejaré de ser, porque algún día moriré, como tú, como todos nosotros, aunque mientras tanto, mis palabras seguirán descubriendo momentos verdaderos con antelación.

El autobús abrió sus puertas y me tuve que despedir con prisas, de forma que le dejé allí, mirando hacia el cielo desde el objetivo de su cámara.
Le había vuelto a ver en más ocasiones después de esa, pero, como digo, no volvimos a hablar.
Ahora me lo encontraba de nuevo, allí, a la salida del metro, con sus pantalones cortos y su gorra de tela.
La gente, también como yo, acudía al lugar atraidos por el morbo y la curiosidad.
Desde lejos, por un momento, al ver el bulto entre las piernas de la gente, creí que habían atropellado a un perro. Allí, sin embargo, yacía el cuerpo desarticulado de una niña. En la cabeza, a la altura de la oreja izquierda, entre la melena, tenía abierto un boquete negro del tamaño de una manzana, y sobre el suelo, desde la calzada hasta la acera sobre la que se encontraba, se veía un reguero de sangre y sesada.
La gente murmuraba diversas especulaciones sobre lo ocurrido, y Rabel permanecía allí, delante de todos, mudo, paralizado, pálido como la leche, temblando y con los ojos clavados en los de la niña.
Entonces me fije. La niña parecía mirarle a él, con sus ojos saliéndose de sus órbitas, trémulos, vacíos, siniestros.
De inmediato aparecieron una ambulancia y dos coches de policía y nos echaron a todos de allí. Aquel día fue la última vez que volví a ver a Rabel.
De alguna forma misteriosa desapareció del barrio durante casi dos meses y nadie supo nada más de él, hasta que un día, finalmente, lo encontraron en un pequeño apartamento en la parte baja de la ciudad.
La policía dió un comunicado en el que explicaban, sin demasiados detalles, cómo lo encontraron un martes, alrededor de las seis de la tarde, muerto sobre una cama.
De las paredes del cuarto colgaban cientos de fotos, todas ellas con distintos planos de gente sonriendo. Algunas eran planos generales, las que más, primeros planos, otras únicamente la boca en forma de sonrisa. Las fotos empapelaban todas las paredes y el techo del apartamento.
La gente, por ahí, además aseguran que le encontraron desnudo, boca arriba, y que en la mano, sostenía la foto de la sonrisa de una niña. Dicen que era la foto de la sonrisa de la niña atropellada, y que él la sujetaba contra su pecho inerte. Aseguran además, que en su cara inerte, extrañamente, se dejaba ver, por vez primera , el esbozo de una sonrisa.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

11 comentarios

yo_mismo.com -

Hola, hola, hola.
Tenías razón, tu blog valía la pena.
Ya lo he leido. FELICIDADES.

ladesordenada -

Me he imaginado este relato como una película, y me pareció magnífica. Además es de esos textos que te dejan pensando en él.
Un abrazo.

IVAN -

Alvaro muchas gracias y se bienvenido.
Bubi, para mi siempre un placer visitarte y recibir tus visitas.
Mata, la arqueologia en mis viejos articulos y escritos no solo esta permitido en este escondite, sino que ademas, esta subvencionado con puntos canjeables en el cielo. Asi que adelante y gracias por tus comentarios.
Exagerada, gracias, la nevera esta llena y hay una botella de buen vino debajo de los temas. Este escondite es el tuyo y el de K.
Juanillo, si, me referia a Isma. Jope, me lio, me lio...
Un abrazo a todos.

juan_milwaukee -

iván, que tal todo x ahí después del viaje eterno? seguro que genial.

supongo que el isra al que te refieres sería isma :), siempre le llamas isra jejeje
no es muy difícil verle con una chica...

besos y abrazos xa todos!!

Exagerada -

Me lo dijo K., lee a este chico. Yo obedezco casi siempre a K. Te leo y le digo a K. que sí, que a mí también me gusta. Y te lo digo también aquí. Que ya te tengo. Que por aquí me quedo.

Mata -

Iván ningún misterio, tu y yo no nos conocemos de nada, bueno para ser sincera yo te conozco un poquito más que tu a mi de leerte ahora en tu blog, pero nada más. Aterrizé de casualidad en tu página, repito no te conocía de nada y tuvé el impulso de contestarte con solo leer el post de “la silla vacía”, y ahora que pienso si que fue algo extraña mi respuesta...quizás influida por el titulo de tu blog o quizás por el efecto del eclipse, no sé .... tal vez cosas que debería responder la parte sumergida del iceberg.....En cualquier caso espero haber aclarado tus dudas.
Un abrazo

bubi -

me encantan tus cuentos,..tus relatos me transportan,..besos.

Álvaro Ramírez -

Excelente relato. Intrigante, reflexivo y misterioso. Un saludo muy cordila, Iván.

IVAN -

Gracias Mnemis, me encanta oir lo que dices. Se bienvenida siempre.
Mata, me gustó mucho tu reflexión sobre EL LABERINTO y me pregunto aún quien eres, aunque veo que te gusta mantener el misterio.
Todos somos icebergs a la deriva, mostrando sobre las aguas el trozo que podemos, sabemos, o nos dejan mostrar. Escondiendo mucho más de nosotros mismos bajo la oscuridad de los oceanos.
Un brazo

Mata -

...son los cuerpos a veces ajenos al pensamiento que los sustenta....y la sonrisa es a veces una mueca con falsas pretensiones...

Te he dejado un comentario en el laberinto. Estoy haciendo de vez en cuando arqueología por tu blog, en cuánto vea los otros cortos te los comento también...cuando te encontré eras tan solo un trozito que se vislumbraba de esta montaña-blog.
Un saludo

Mnemis -

Una historia preciosa, Ivan, me ha emocionado, como todas las historias que cuentas, un saludo y buen viaje,