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EL ESCONDITE DE IVÁN

DAVID (Rescatado)

DAVID  (Rescatado)

En esa época en el que los complejos amenazan con gobernar con tiranía la vida de uno, el miedo a lo desconocido se aparece siempre como un fantasma sin rostro, acechando nuestros primeros pasos hacia la adolescencia.
Eran tiempos de colegio en los que, entre curso y curso, libros, multiplos y divisiones, se dibujaba, inmortalizándose en mi recuerdo, aquel pueblo del norte, Puente Viesgo. Fue allí donde, año tras año, fueron transcurriendo la mayoría de las vacaciones escolares. Donde lentamente descubrí, con inocencia y naturalidad, el sabor de los primeros sentimientos. Allí, cada mañana de verano, entre montañas y verdes pastos, se escondían algunos de los versos que con el tiempo me iría memorizando. El amor, el miedo, la fantasía, la felicidad, la magia, la amistad…

En aquel pueblo hice muchos amigos y de cada uno de ellos recuerdo cosas diferentes. Sin embargo, hubo uno que fue durante años como un hermano mayor para mí, inspirador de la gran mayoria de mis sueños, un héroe de carne y hueso.
David era mi mejor amigo. David era algunos años mayor que yo y recuerdo que me fascinaba la idea de poder llegar a ser algún día como él. Podía pasar una tarde entera solo escuchándole hablar. Disfrutaba con cada uno de nuestros juegos, con sus iniciativas y con sus ideas.
Su familia pasaba las vacaciones en la casa vecina a la de mi abuela. Cada verano esperaba de nuevo, con gran anhelo, la llegada del coche de sus padres. Aún puedo recordar la emocionante impaciencia de mi espera y la enorme tristeza que sentía después con cada final de verano.
David y yo nos reíamos y nos divertíamos mucho juntos y fuimos descubriendo con nuestros juegos mil sitios llenos de magia y aventura. Hacíamos batallas de soldaditos, cabañas, arcos y flechas, carreras de coches y guerras de pistoleros. Recuerdo también hacer excursiones con las bicicletas o recoger caracoles para vendérselos después al pescadero a cambio de una propina. En otras ocasiones, sus hermanas, Ainoa, mi primo Ruben, las mellizas, todos juntos recogíamos flores y después las machacábamos con piedras para hacer perfumes y regalárselos posteriormente a nuestros padres.
Con David a mi lado, descubrí el respeto hacia la naturaleza, aprendí a saber explotar la imaginación, la creatividad, la importancia de la amistad y del trato con los demás. La gente en el pueblo y todos los demás niños lo respetaban mucho y recuerdo que mi abuelo lo quería un montón. A veces, David se levantaba de madrugada y quedaba con el abuelo para ir a ordeñar las vacas o para ir al prado a segar. Yo que era más pequeño, les acompañaba solo cuando me lo permitían. Una de aquellas veces, David nos hizo una foto a mi abuelo y a mi. Yo iba subido a la burra. Aún conservo la foto, y aunque no tengo ninguna con David, al menos me gusta recordar que en aquella el estaba allí delante nuestro.
Uno de esos veranos, especiales e inolvidables, David me volvió a decir adiós. Sin embargo, esta vez fue para siempre. Sus padres vendían la casa y ya no volverían a veranear más en Puente Viesgo.
Yo, desde el patio de la casa de abuelita, atónito y cabizbajo, observaba cómo recogían sus cosas.
De repente, los padres de David y sus hermanas ya le esperaban en el coche, pero entonces el me llamó, y yo me acerqué conteniendo las lágrimas.

-Toma, esto es para ti. Es un regalo.
Exclamó, extendiendo los brazos mientras, al mismo tiempo, se dibujaba una tierna y emocionada sonrisa en sus labios.

Al siguiente verano mis abuelos murieron en un accidente de tráfico y ya nunca nada volvió a ser igual. Con su repentina muerte, descubrí que mi padre también tenía un papá y una mamá. Recuerdo que sufrí más por él que por mis abuelos y, por primera vez, pensé que la vida no era eterna, nada de eso, ya ni siquiera me parecía tan larga.
Nosotros dejamos de visitar el pueblo con tanta frecuencia, y cuando lo hacíamos, ya nadie parecía disfrutar realmente pasando los días allí. Sentado en el patio de la casa de abuelita, me sentía tan vacío y abandonado cómo la casa de David.

Nunca más he vuelto a verlo, y ahora que ya no soy un niño, comprendo que todas aquellas lágrimas que derramé en mi cuarto, añorándole, eran las mismas que bautizaban mi actual carácter. Que aquella cajita de madera que aquel verano me regaló mi amigo David no contenía nada, pero se iría llenando lentamente con el tiempo…

Iván Sáinz-Pardo
"El sendero de la oveja negra"
N 33042/1997
R.P.I: VA-1329

3 comentarios

lolita8 -

¡Que suerte haber tenido "tu David"!. Todos deberíamos tener uno.
"comprendo que todas aquellas lágrimas que derramé en mi cuarto, añorándole, eran las mismas que bautizaban mi actual carácter"....me ha encantado esta frase, un precioso resumen de todo el relato.

RUBEN -

Me alegro que rescates tus viejos recuerdos primo!
Yo si que vi a David años mas tarde y a su familia, en una escapada que hicieron a Puente Viesgo.
Por cierto, es la primera vez que veo esa foto de nuestro abuelo, ya me la pasaras cuando vaya a visitarte.
Un abrazo!

desahogandome -

Pues la verdad es que este relato suena como un desahogo. Lo he leído dicendo: "qué bella historia llena de vida", pese al final. Porque la vida es así, como la muerte.

Un abrazo