DIEUWKE (VI Final)
Nos sentamos y rodeé a Dieuwke por los hombros. La luna se mostraba inmensa, como una gran panza preñada, tiñendo con su palidez la costa de una tonalidad lechosa y azulada. Permanecimos allí sentados, acompañados por el rumor de las olas, besándonos, susurrándonos cosas al oído. Después nos quedamos allí callados y los minutos volvieron a transcurrir con un grado de inquietante y extraña irrealidad. Un rato más tarde, Dieuwke me contó que estaba algo destemplada y que tenía el estomago un poco revuelto. La ofrecí mi jersey y decidimos volver con el grupo.
-Jack se ha puesto malo, y Janet y los demás tampoco se encontraban demasiado bien. Así que han vuelto todos al cámping. Estos holandeses no tienen sentido del humor.
Nos informó el valenciano con una de esas sonrisas idiotas que provocan la sangría.
Dieuwke tenía frío y se sentía mareada. Recogimos todo, apagamos el fuego y marchamos hacia el cámping. Pero fue justo antes de abandonar la playa, cuando se soltó de mi brazo para salir corriendo en dirección opuesta. Recorrió a penas diez metros, tambaleante, y comenzó a vomitar. Las piernas le temblequearon y cayó de rodillas a la arena. Corrí hacia ella y la incorporé.
-No es nada, tranquila, no es nada...
-No, déjame sola... estoy bien... oh Dios mío tu jersey.
La ayudé a terminar de vomitar y la apoyé en mi hombro.
Al día siguiente, fui a visitarla y descubrí a todos los holandeses, padres e hijos, tirados sobre hamacas o colchones. Los más valientes, permanecían sentados en una silla. Encontré a Dieuwke tumbada sobre un colchón, a la sombra. Se sentía bastante mejor, pero algo avergonzada por haber vomitado en mi jersey. Yo le resté importancia y me senté a su lado. Sonreimos, miramos a los lados y a escondidas nos besamos fugazmente. Su madre apareció como por inercia en ese preciso momento, me saludó y me ofreció algo de beber.
-Hola Iván, somos todo uno poco intoxicados. ¿Beber?
Los días siguientes permanecí al lado de Dieuwke y de su familia. Memoricé alguna palabra suelta en holandés y aprendí a hacer tortitas. Dieuwke aprendió a comer pipas y a chapurrear el español a una velocidad asombrosa. Me contó sobre sus amigos, algunas cosas sobre Holanda. Compartimos nuestras cintas de música y especulamos sobre lo que nos gustaría hacer de mayores. Se recuperó y pronto volvimos a visitar la piscina, después la playa y volvimos incluso a visitar el puertecito de San Vicente de la Barquera. Los días y las noches se atropellaron como una traición y casi sin esperarlo nos alcanzó la ultima noche.
Después de estar un rato con los demás en la plaza del camping, nos volvimos a escapar del grupo y caminamos hasta la playa. En silencio, volvimos a atravesar de la mano aquella carretera rodeada de árboles donde nos besamos por primera vez. Llegamos a la playa. La noche era oscura, no había rastro de la luna y casi no nos veíamos. Únicamente se advertían algunas hogueras en otros puntos de la playa.
Nos sentamos y nos besamos, nos desnudamos en silencio y nos acariciamos en la oscuridad, en secreto, sobre a arena. Aquellos besos sabían dulces, a bienvenida. Aquellos besos sabían salados, a despedida. Y la distancia mesurada del encuentro, de todos aquellos días, se perdían irremediablemente en un nervioso tiritar, evaporándose con el sudor, con la saliva, con las lagrimas, con la llegada de la luz, abandonando nuestros cuerpos para siempre.
La luz era la de dos faros que nos sorprendieron. Aquel camión que cada noche limpiaba y alisaba la arena se nos echaba encima. Corrimos desnudos, riendo, gritando, con la ropa de la mano, hacia el mar, y ya con el agua por las rodillas, nos abrazamos muertos de la risa. Y nos miramos a los ojos, y de alguna forma, aquellas risas se fueron extinguiendo hasta quedar de nuevo en silencio. Dieuwke respiró hondo:
-Te quiero.
Dijo ella en español.
-Ik hou van jou.
Dije yo en holandés.
A la mañana siguiente, serios y muy tristes, esperábamos mi marcha sentamos en la plaza del camping. Recuerdo aquel tremendo nudo en la garganta.
-Nos escribiremos.
-Sí, nos escribiremos.
-Te llamaré por teléfono.
-Sí, yo también a ti.
-Quizá en Navidades...
-O el próximo verano...
-Sí, el próximo verano seguro que...
El claxon del coche de mi padre me hirió como una sentencia de muerte y traté de concentrarme en contener a toda costa las lágrimas.
Los holandeses se quedarían todavía dos días más en el cámping, y después, pasarían una semana en Francia antes de volver definitivamente a su casa. Mi madre y mis hermanas también se quedaban algunos días más en el cámping. Yo, sin embargo, tenía un examen de matemáticas por recuperar, y mi padre, tenía que volver al trabajo, así que mis padres habían decidido que los dos nos marcharíamos juntos ese mismo día.
Me despedí de todo el mundo y, delante de las miradas de nuestras familias, terriblemente afectado, besé a Dieuwke fugazmente y en la mejilla. Aún no me podía creer que aquello estaba ocurriendo realmente. En varios minutos, posiblemente Dieuwke y aquel camping desaparecerían para siempre.
Ya en el coche, todos nos decían adiós con la mano.
-¿Te has despedido bien de Dieuwke?
Preguntó mi padre.
-Sí.
Contesté yo.
Pero mi padre, observando desde el coche el entristecido rostro de Dieuwke, añadió:
-Anda, mira como te esta mirando. ¡Sal y dale un beso!
Yo ya no podía más, aquel nudo en la garganta se hinchaba como un globo y me aplastaba el pecho.
-¡Ya le he dado un beso! ¡Venga por favor, arranca de una vez!
Contesté en un grito.
Mi padre arrancó el motor del coche pero entonces, vimos como Dieuwke echó a correr hacia nosotros. Mi padre detuvo el coche y ella, introduciendo su cabeza por la ventanilla, me besó tiernamente en los labios, envuelta en lágrimas. Entonces regresó corriendo y mi padre continuó la marcha. Yo me quedé paralizado, como si con aquel beso me hubieran petrificado para siempre. Todos continuaron diciéndonos adiós con la mano hasta que abandonamos la entrada al camping.
Recuerdo que transcurrieron bastantes minutos de completo silencio en el coche de mi padre en los que, por unos momentos, pensé que realmente me iba a terminar ahogando con aquel nudo en la garganta. Mientras, mi padre conducía muy callado y de vez en cuando me miraba de reojo.
-Será mejor que llores un poco si no quieres morir asfixiado.
Dijo mi padre, rompiendo el silencio y sin dejar de mirar a la carretera. Y así, casi cuarenta kilómetros después, yo miré hacia atrás por primera vez. Aquel verano había terminado.
Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
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