UNA HISTORIA (Rescatado)
Ja, hallo?
Y tardan algo en responder.
-¿Eres Víctor?
Y respondo que sí, aunque no es cierto. La voz femenina del otro lado del teléfono, como dudando, calla primero durante unos instantes. Y continua:
-Te tengo que contar una historia.
Mi abuelo ha muerto hoy que cumplía setenta años. Mi abuelo era un señor bastante extraño, supongo que un poco como la mayoría de todos los abuelos de este planeta. Aunque mi abuelo llevaba treinta y cinco años sin decir una sola palabra.
Sin embargo, un día, mi abuela me contó que mi abuelo de bebé ya era un verdadero charlatán, y que hablaba hasta por los codos, y como después, de niño, la cosa empeoró notablemente.
Tu abuelo necesitaba beber litros de agua para no desertizar su boca. Decía.
Así, de joven, mi abuelo se metió en política para poder hablar aún mucho más, y para que muchos más fueran también los que le pudieran escuchar. Mi abuela suele contar como conoció a mi abuelo hace muchos años en el sindicato. Ella también era activista, pero menos apasionada y menos habladora que mi abuelo. Mi abuela me solía decir que ser menos hablador que mi abuelo por aquel entonces, era más fácil que engañar a un chino anormal. Mi abuela también me contó que mi abuelo, al cumplir los treinta y cinco años decidió dejar de hablar en público y dejar de hablar con los amigos, y con los hijos, y también con su mujer. Mi abuelo, el mismo día en el que cumplió los treinta y cinco, decidió no hablar absolutamente nada más y dedicar la otra mitad de su vida únicamente a escuchar.
Hoy, mi abuelo, se cansó de hablar media vida y de escuchar la otra media y decidió morirse. Mi abuela ahora llora y yo no sé qué pensar.
¿Sigues ahí?
-Sí. Contesto.
-¿No tienes nada qué decir al respecto? Me pregunta ella.
-No me llamo Víctor. Respondo.
-Lo sé, no importa, mi abuelo tampoco ha muerto. Añade ella y cuelga.
Sigo escribiendo y trato de volver a mi historia, concentrarme, recuperar la inspiración. No lo consigo, sólo pienso en aquel abuelo que hablaba media vida y callaba la otra media para después morir puntualmente.
El teléfono de la chica se ha grabado en la memoria de mi móvil y marco su número.
-Ja, hallo?
¿Eres Ana?
Pregunto.
Ella responde que sí. Después calla y yo hablo:
-Te tengo que contar una historia.
Desde que aparecieron los teléfonos móviles, hace ya unos años, los he odiado. Y es que están llenando y vaciando a la vez de lógica y originalidad las historias y guiones que narran las desventuras de una sociedad irremediablemente localizable allí donde esté. Es como darle de comer a un bebé con un cucharón. Nos presionan para empacharnos de presunta comunicación. Me dan arcadas de pensar en la cantidad de pajarracos oscuros y alimañas que estamos haciendo millonarios gracias al aniquilamiento de nuestros valiosos silencios. Y estar ahí para cualquiera, al otro lado del teléfono y para cualquier memez. Vernos interrumpidos cuando amamos, cuando esperamos en la intimidad, cuando comemos o charlamos, cuando pensamos o lloramos, cuando nos evadimos, cuando nos concentramos, cuando escribimos. Es igual qué estés haciendo, es igual dónde te encuentres en este mundo, ya que siempre podrán arrancarte con exactitud de donde estés con una llamada para decirte que tu madre ha muerto.
Tú, Ana, sin embargo, eres la excepción a mi historia. Hoy, por primera vez, me alegro de tener este móvil tan pequeño como una cucaracha y capaz de casi todo. Hoy por primera vez me alegro de tener este teléfono, porque tú eres la excepción más especial y más maravillosa de toda esta historia.
¿Sigues ahí?
-Sí. Contesta ella.
-¿No dices nada al respecto? Le pregunto.
-No me llamo Ana. Responde ella.
-Lo sé, no importa, mi madre tampoco ha muerto. Añado y cuelgo.
Una vez más vuelvo a mi escritura. Trato de concentrarme, trato de recuperar la inspiración, pero mi teléfono suena de nuevo.
-Ja, hallo?
Y tardan algo en responder.
-¿Eres Iván?
Y respondo que sí, sólo que esta vez es cierto. La voz femenina del otro lado del teléfono, como dudando, calla durante unos instantes para continuar entonces:
-Iván, soy tu tía Paloma.
Lo siento muchísimo. Tu madre ha muerto.
¿Sigues ahí?
-Sí. Contesto.
-¿Qué vas a hacer? ¿Te dará tiempo a coger un avión y estar aquí mañana para el entierro? Pregunta ella.
-No me llamo Iván. Respondo y cuelgo.
Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00
Y tardan algo en responder.
-¿Eres Víctor?
Y respondo que sí, aunque no es cierto. La voz femenina del otro lado del teléfono, como dudando, calla primero durante unos instantes. Y continua:
-Te tengo que contar una historia.
Mi abuelo ha muerto hoy que cumplía setenta años. Mi abuelo era un señor bastante extraño, supongo que un poco como la mayoría de todos los abuelos de este planeta. Aunque mi abuelo llevaba treinta y cinco años sin decir una sola palabra.
Sin embargo, un día, mi abuela me contó que mi abuelo de bebé ya era un verdadero charlatán, y que hablaba hasta por los codos, y como después, de niño, la cosa empeoró notablemente.
Tu abuelo necesitaba beber litros de agua para no desertizar su boca. Decía.
Así, de joven, mi abuelo se metió en política para poder hablar aún mucho más, y para que muchos más fueran también los que le pudieran escuchar. Mi abuela suele contar como conoció a mi abuelo hace muchos años en el sindicato. Ella también era activista, pero menos apasionada y menos habladora que mi abuelo. Mi abuela me solía decir que ser menos hablador que mi abuelo por aquel entonces, era más fácil que engañar a un chino anormal. Mi abuela también me contó que mi abuelo, al cumplir los treinta y cinco años decidió dejar de hablar en público y dejar de hablar con los amigos, y con los hijos, y también con su mujer. Mi abuelo, el mismo día en el que cumplió los treinta y cinco, decidió no hablar absolutamente nada más y dedicar la otra mitad de su vida únicamente a escuchar.
Hoy, mi abuelo, se cansó de hablar media vida y de escuchar la otra media y decidió morirse. Mi abuela ahora llora y yo no sé qué pensar.
¿Sigues ahí?
-Sí. Contesto.
-¿No tienes nada qué decir al respecto? Me pregunta ella.
-No me llamo Víctor. Respondo.
-Lo sé, no importa, mi abuelo tampoco ha muerto. Añade ella y cuelga.
Sigo escribiendo y trato de volver a mi historia, concentrarme, recuperar la inspiración. No lo consigo, sólo pienso en aquel abuelo que hablaba media vida y callaba la otra media para después morir puntualmente.
El teléfono de la chica se ha grabado en la memoria de mi móvil y marco su número.
-Ja, hallo?
¿Eres Ana?
Pregunto.
Ella responde que sí. Después calla y yo hablo:
-Te tengo que contar una historia.
Desde que aparecieron los teléfonos móviles, hace ya unos años, los he odiado. Y es que están llenando y vaciando a la vez de lógica y originalidad las historias y guiones que narran las desventuras de una sociedad irremediablemente localizable allí donde esté. Es como darle de comer a un bebé con un cucharón. Nos presionan para empacharnos de presunta comunicación. Me dan arcadas de pensar en la cantidad de pajarracos oscuros y alimañas que estamos haciendo millonarios gracias al aniquilamiento de nuestros valiosos silencios. Y estar ahí para cualquiera, al otro lado del teléfono y para cualquier memez. Vernos interrumpidos cuando amamos, cuando esperamos en la intimidad, cuando comemos o charlamos, cuando pensamos o lloramos, cuando nos evadimos, cuando nos concentramos, cuando escribimos. Es igual qué estés haciendo, es igual dónde te encuentres en este mundo, ya que siempre podrán arrancarte con exactitud de donde estés con una llamada para decirte que tu madre ha muerto.
Tú, Ana, sin embargo, eres la excepción a mi historia. Hoy, por primera vez, me alegro de tener este móvil tan pequeño como una cucaracha y capaz de casi todo. Hoy por primera vez me alegro de tener este teléfono, porque tú eres la excepción más especial y más maravillosa de toda esta historia.
¿Sigues ahí?
-Sí. Contesta ella.
-¿No dices nada al respecto? Le pregunto.
-No me llamo Ana. Responde ella.
-Lo sé, no importa, mi madre tampoco ha muerto. Añado y cuelgo.
Una vez más vuelvo a mi escritura. Trato de concentrarme, trato de recuperar la inspiración, pero mi teléfono suena de nuevo.
-Ja, hallo?
Y tardan algo en responder.
-¿Eres Iván?
Y respondo que sí, sólo que esta vez es cierto. La voz femenina del otro lado del teléfono, como dudando, calla durante unos instantes para continuar entonces:
-Iván, soy tu tía Paloma.
Lo siento muchísimo. Tu madre ha muerto.
¿Sigues ahí?
-Sí. Contesto.
-¿Qué vas a hacer? ¿Te dará tiempo a coger un avión y estar aquí mañana para el entierro? Pregunta ella.
-No me llamo Iván. Respondo y cuelgo.
Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00
2 comentarios
ÍO -
Esta historia me gustó mucho...
ladesordenada -
Un beso.