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EL ESCONDITE DE IVÁN

DIEUWKE

DIEUWKE (VI Final)

DIEUWKE (VI Final) Llegó la noche, y como las anteriores, se presentó calurosa y llena de magia. El cielo estaba abierto y repleto de estrellas. Encendimos el fuego y al poco rato ya estábamos todos cenando en la playa. Teníamos un aparato de música y también, como suele ser habitual, alguien se arrancó a tocar y a cantar algo con una guitarra. Sentados alrededor del fuego, bebimos limonada, hicimos muchas fotos, jugamos a algunos juegos bastante estúpidos y nos reímos chapurreando sobre un montón de tonterías. El valenciano, una vez más, se arrancó a contar sus chistes en inglés, y Dieuwke y yo, decidimos entonces irnos a dar un paseo por la orilla.
Nos sentamos y rodeé a Dieuwke por los hombros. La luna se mostraba inmensa, como una gran panza preñada, tiñendo con su palidez la costa de una tonalidad lechosa y azulada. Permanecimos allí sentados, acompañados por el rumor de las olas, besándonos, susurrándonos cosas al oído. Después nos quedamos allí callados y los minutos volvieron a transcurrir con un grado de inquietante y extraña irrealidad. Un rato más tarde, Dieuwke me contó que estaba algo destemplada y que tenía el estomago un poco revuelto. La ofrecí mi jersey y decidimos volver con el grupo.

-Jack se ha puesto malo, y Janet y los demás tampoco se encontraban demasiado bien. Así que han vuelto todos al cámping. Estos holandeses no tienen sentido del humor.
Nos informó el valenciano con una de esas sonrisas idiotas que provocan la sangría.
Dieuwke tenía frío y se sentía mareada. Recogimos todo, apagamos el fuego y marchamos hacia el cámping. Pero fue justo antes de abandonar la playa, cuando se soltó de mi brazo para salir corriendo en dirección opuesta. Recorrió a penas diez metros, tambaleante, y comenzó a vomitar. Las piernas le temblequearon y cayó de rodillas a la arena. Corrí hacia ella y la incorporé.

-No es nada, tranquila, no es nada...

-No, déjame sola... estoy bien... oh Dios mío tu jersey.

La ayudé a terminar de vomitar y la apoyé en mi hombro.

Al día siguiente, fui a visitarla y descubrí a todos los holandeses, padres e hijos, tirados sobre hamacas o colchones. Los más valientes, permanecían sentados en una silla. Encontré a Dieuwke tumbada sobre un colchón, a la sombra. Se sentía bastante mejor, pero algo avergonzada por haber vomitado en mi jersey. Yo le resté importancia y me senté a su lado. Sonreimos, miramos a los lados y a escondidas nos besamos fugazmente. Su madre apareció como por inercia en ese preciso momento, me saludó y me ofreció algo de beber.

-Hola Iván, somos todo uno poco intoxicados. ¿Beber?

Los días siguientes permanecí al lado de Dieuwke y de su familia. Memoricé alguna palabra suelta en holandés y aprendí a hacer tortitas. Dieuwke aprendió a comer pipas y a chapurrear el español a una velocidad asombrosa. Me contó sobre sus amigos, algunas cosas sobre Holanda. Compartimos nuestras cintas de música y especulamos sobre lo que nos gustaría hacer de mayores. Se recuperó y pronto volvimos a visitar la piscina, después la playa y volvimos incluso a visitar el puertecito de San Vicente de la Barquera. Los días y las noches se atropellaron como una traición y casi sin esperarlo nos alcanzó la ultima noche.

Después de estar un rato con los demás en la plaza del camping, nos volvimos a escapar del grupo y caminamos hasta la playa. En silencio, volvimos a atravesar de la mano aquella carretera rodeada de árboles donde nos besamos por primera vez. Llegamos a la playa. La noche era oscura, no había rastro de la luna y casi no nos veíamos. Únicamente se advertían algunas hogueras en otros puntos de la playa.
Nos sentamos y nos besamos, nos desnudamos en silencio y nos acariciamos en la oscuridad, en secreto, sobre a arena. Aquellos besos sabían dulces, a bienvenida. Aquellos besos sabían salados, a despedida. Y la distancia mesurada del encuentro, de todos aquellos días, se perdían irremediablemente en un nervioso tiritar, evaporándose con el sudor, con la saliva, con las lagrimas, con la llegada de la luz, abandonando nuestros cuerpos para siempre.

La luz era la de dos faros que nos sorprendieron. Aquel camión que cada noche limpiaba y alisaba la arena se nos echaba encima. Corrimos desnudos, riendo, gritando, con la ropa de la mano, hacia el mar, y ya con el agua por las rodillas, nos abrazamos muertos de la risa. Y nos miramos a los ojos, y de alguna forma, aquellas risas se fueron extinguiendo hasta quedar de nuevo en silencio. Dieuwke respiró hondo:

-Te quiero.
Dijo ella en español.

-Ik hou van jou.
Dije yo en holandés.

A la mañana siguiente, serios y muy tristes, esperábamos mi marcha sentamos en la plaza del camping. Recuerdo aquel tremendo nudo en la garganta.

-Nos escribiremos.

-Sí, nos escribiremos.

-Te llamaré por teléfono.

-Sí, yo también a ti.

-Quizá en Navidades...

-O el próximo verano...

-Sí, el próximo verano seguro que...

El claxon del coche de mi padre me hirió como una sentencia de muerte y traté de concentrarme en contener a toda costa las lágrimas.
Los holandeses se quedarían todavía dos días más en el cámping, y después, pasarían una semana en Francia antes de volver definitivamente a su casa. Mi madre y mis hermanas también se quedaban algunos días más en el cámping. Yo, sin embargo, tenía un examen de matemáticas por recuperar, y mi padre, tenía que volver al trabajo, así que mis padres habían decidido que los dos nos marcharíamos juntos ese mismo día.
Me despedí de todo el mundo y, delante de las miradas de nuestras familias, terriblemente afectado, besé a Dieuwke fugazmente y en la mejilla. Aún no me podía creer que aquello estaba ocurriendo realmente. En varios minutos, posiblemente Dieuwke y aquel camping desaparecerían para siempre.
Ya en el coche, todos nos decían adiós con la mano.

-¿Te has despedido bien de Dieuwke?
Preguntó mi padre.

-Sí.
Contesté yo.
Pero mi padre, observando desde el coche el entristecido rostro de Dieuwke, añadió:

-Anda, mira como te esta mirando. ¡Sal y dale un beso!

Yo ya no podía más, aquel nudo en la garganta se hinchaba como un globo y me aplastaba el pecho.

-¡Ya le he dado un beso! ¡Venga por favor, arranca de una vez!
Contesté en un grito.

Mi padre arrancó el motor del coche pero entonces, vimos como Dieuwke echó a correr hacia nosotros. Mi padre detuvo el coche y ella, introduciendo su cabeza por la ventanilla, me besó tiernamente en los labios, envuelta en lágrimas. Entonces regresó corriendo y mi padre continuó la marcha. Yo me quedé paralizado, como si con aquel beso me hubieran petrificado para siempre. Todos continuaron diciéndonos adiós con la mano hasta que abandonamos la entrada al camping.
Recuerdo que transcurrieron bastantes minutos de completo silencio en el coche de mi padre en los que, por unos momentos, pensé que realmente me iba a terminar ahogando con aquel nudo en la garganta. Mientras, mi padre conducía muy callado y de vez en cuando me miraba de reojo.

-Será mejor que llores un poco si no quieres morir asfixiado.

Dijo mi padre, rompiendo el silencio y sin dejar de mirar a la carretera. Y así, casi cuarenta kilómetros después, yo miré hacia atrás por primera vez. Aquel verano había terminado.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

DIEUWKE (VI Final)

DIEUWKE (VI Final) Llegó la noche, y como las anteriores, se presentó calurosa y llena de magia. El cielo estaba abierto y repleto de estrellas. Encendimos el fuego y al poco rato ya estábamos todos cenando en la playa. Teníamos un aparato de música y también, como suele ser habitual, alguien se arrancó a tocar y a cantar algo con una guitarra. Sentados alrededor del fuego, bebimos limonada, hicimos muchas fotos, jugamos a algunos juegos bastante estúpidos y nos reímos chapurreando sobre un montón de tonterías. El valenciano, una vez más, se arrancó a contar sus chistes en inglés, y Dieuwke y yo, decidimos entonces irnos a dar un paseo por la orilla.
Nos sentamos y rodeé a Dieuwke por los hombros. La luna se mostraba inmensa, como una gran panza preñada, tiñendo con su palidez la costa de una tonalidad lechosa y azulada. Permanecimos allí sentados, acompañados por el rumor de las olas, besándonos, susurrándonos cosas al oído. Después nos quedamos allí callados y los minutos volvieron a transcurrir con un grado de inquietante y extraña irrealidad. Un rato más tarde, Dieuwke me contó que estaba algo destemplada y que tenía el estomago un poco revuelto. La ofrecí mi jersey y decidimos volver con el grupo.

-Jack se ha puesto malo, y Janet y los demás tampoco se encontraban demasiado bien. Así que han vuelto todos al cámping. Estos holandeses no tienen sentido del humor.
Nos informó el valenciano con una de esas sonrisas idiotas que provocan la sangría.
Dieuwke tenía frío y se sentía mareada. Recogimos todo, apagamos el fuego y marchamos hacia el cámping. Pero fue justo antes de abandonar la playa, cuando se soltó de mi brazo para salir corriendo en dirección opuesta. Recorrió a penas diez metros, tambaleante, y comenzó a vomitar. Las piernas le temblequearon y cayó de rodillas a la arena. Corrí hacia ella y la incorporé.

-No es nada, tranquila, no es nada...

-No, déjame sola... estoy bien... oh Dios mío tu jersey.

La ayudé a terminar de vomitar y la apoyé en mi hombro.

Al día siguiente, fui a visitarla y descubrí a todos los holandeses, padres e hijos, tirados sobre hamacas o colchones. Los más valientes, permanecían sentados en una silla. Encontré a Dieuwke tumbada sobre un colchón, a la sombra. Se sentía bastante mejor, pero algo avergonzada por haber vomitado en mi jersey. Yo le resté importancia y me senté a su lado. Sonreimos, miramos a los lados y a escondidas nos besamos fugazmente. Su madre apareció como por inercia en ese preciso momento, me saludó y me ofreció algo de beber.

-Hola Iván, somos todo uno poco intoxicados. ¿Beber?

Los días siguientes permanecí al lado de Dieuwke y de su familia. Memoricé alguna palabra suelta en holandés y aprendí a hacer tortitas. Dieuwke aprendió a comer pipas y a chapurrear el español a una velocidad asombrosa. Me contó sobre sus amigos, algunas cosas sobre Holanda. Compartimos nuestras cintas de música y especulamos sobre lo que nos gustaría hacer de mayores. Se recuperó y pronto volvimos a visitar la piscina, después la playa y volvimos incluso a visitar el puertecito de San Vicente de la Barquera. Los días y las noches se atropellaron como una traición y casi sin esperarlo nos alcanzó la ultima noche.

Después de estar un rato con los demás en la plaza del camping, nos volvimos a escapar del grupo y caminamos hasta la playa. En silencio, volvimos a atravesar de la mano aquella carretera rodeada de árboles donde nos besamos por primera vez. Llegamos a la playa. La noche era oscura, no había rastro de la luna y casi no nos veíamos. Únicamente se advertían algunas hogueras en otros puntos de la playa.
Nos sentamos y nos besamos, nos desnudamos en silencio y nos acariciamos en la oscuridad, en secreto, sobre a arena. Aquellos besos sabían dulces, a bienvenida. Aquellos besos sabían salados, a despedida. Y la distancia mesurada del encuentro, de todos aquellos días, se perdían irremediablemente en un nervioso tiritar, evaporándose con el sudor, con la saliva, con las lagrimas, con la llegada de la luz, abandonando nuestros cuerpos para siempre.

La luz era la de dos faros que nos sorprendieron. Aquel camión que cada noche limpiaba y alisaba la arena se nos echaba encima. Corrimos desnudos, riendo, gritando, con la ropa de la mano, hacia el mar, y ya con el agua por las rodillas, nos abrazamos muertos de la risa. Y nos miramos a los ojos, y de alguna forma, aquellas risas se fueron extinguiendo hasta quedar de nuevo en silencio. Dieuwke respiró hondo:

-Te quiero.
Dijo ella en español.

-Ik hou van jou.
Dije yo en holandés.

A la mañana siguiente, serios y muy tristes, esperábamos mi marcha sentamos en la plaza del camping. Recuerdo aquel tremendo nudo en la garganta.

-Nos escribiremos.

-Sí, nos escribiremos.

-Te llamaré por teléfono.

-Sí, yo también a ti.

-Quizá en Navidades...

-O el próximo verano...

-Sí, el próximo verano seguro que...

El claxon del coche de mi padre me hirió como una sentencia de muerte y traté de concentrarme en contener a toda costa las lágrimas.
Los holandeses se quedarían todavía dos días más en el cámping, y después, pasarían una semana en Francia antes de volver definitivamente a su casa. Mi madre y mis hermanas también se quedaban algunos días más en el cámping. Yo, sin embargo, tenía un examen de matemáticas por recuperar, y mi padre, tenía que volver al trabajo, así que mis padres habían decidido que los dos nos marcharíamos juntos ese mismo día.
Me despedí de todo el mundo y, delante de las miradas de nuestras familias, terriblemente afectado, besé a Dieuwke fugazmente y en la mejilla. Aún no me podía creer que aquello estaba ocurriendo realmente. En varios minutos, posiblemente Dieuwke y aquel camping desaparecerían para siempre.
Ya en el coche, todos nos decían adiós con la mano.

-¿Te has despedido bien de Dieuwke?
Preguntó mi padre.

-Sí.
Contesté yo.
Pero mi padre, observando desde el coche el entristecido rostro de Dieuwke, añadió:

-Anda, mira como te esta mirando. ¡Sal y dale un beso!

Yo ya no podía más, aquel nudo en la garganta se hinchaba como un globo y me aplastaba el pecho.

-¡Ya le he dado un beso! ¡Venga por favor, arranca de una vez!
Contesté en un grito.

Mi padre arrancó el motor del coche pero entonces, vimos como Dieuwke echó a correr hacia nosotros. Mi padre detuvo el coche y ella, introduciendo su cabeza por la ventanilla, me besó tiernamente en los labios, envuelta en lágrimas. Entonces regresó corriendo y mi padre continuó la marcha. Yo me quedé paralizado, como si con aquel beso me hubieran petrificado para siempre. Todos continuaron diciéndonos adiós con la mano hasta que abandonamos la entrada al camping.
Recuerdo que transcurrieron bastantes minutos de completo silencio en el coche de mi padre en los que, por unos momentos, pensé que realmente me iba a terminar ahogando con aquel nudo en la garganta. Mientras, mi padre conducía muy callado y de vez en cuando me miraba de reojo.

-Será mejor que llores un poco si no quieres morir asfixiado.

Dijo mi padre, rompiendo el silencio y sin dejar de mirar a la carretera. Y así, casi cuarenta kilómetros después, yo miré hacia atrás por primera vez. Aquel verano había terminado.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

DIEUWKE (VI Final)

DIEUWKE (VI Final) Llegó la noche, y como las anteriores, se presentó calurosa y llena de magia. El cielo estaba abierto y repleto de estrellas. Encendimos el fuego y al poco rato ya estábamos todos cenando en la playa. Teníamos un aparato de música y también, como suele ser habitual, alguien se arrancó a tocar y a cantar algo con una guitarra. Sentados alrededor del fuego, bebimos limonada, hicimos muchas fotos, jugamos a algunos juegos bastante estúpidos y nos reímos chapurreando sobre un montón de tonterías. El valenciano, una vez más, se arrancó a contar sus chistes en inglés, y Dieuwke y yo, decidimos entonces irnos a dar un paseo por la orilla.
Nos sentamos y rodeé a Dieuwke por los hombros. La luna se mostraba inmensa, como una gran panza preñada, tiñendo con su palidez la costa de una tonalidad lechosa y azulada. Permanecimos allí sentados, acompañados por el rumor de las olas, besándonos, susurrándonos cosas al oído. Después nos quedamos allí callados y los minutos volvieron a transcurrir con un grado de inquietante y extraña irrealidad. Un rato más tarde, Dieuwke me contó que estaba algo destemplada y que tenía el estomago un poco revuelto. La ofrecí mi jersey y decidimos volver con el grupo.

-Jack se ha puesto malo, y Janet y los demás tampoco se encontraban demasiado bien. Así que han vuelto todos al cámping. Estos holandeses no tienen sentido del humor.
Nos informó el valenciano con una de esas sonrisas idiotas que provocan la sangría.
Dieuwke tenía frío y se sentía mareada. Recogimos todo, apagamos el fuego y marchamos hacia el cámping. Pero fue justo antes de abandonar la playa, cuando se soltó de mi brazo para salir corriendo en dirección opuesta. Recorrió a penas diez metros, tambaleante, y comenzó a vomitar. Las piernas le temblequearon y cayó de rodillas a la arena. Corrí hacia ella y la incorporé.

-No es nada, tranquila, no es nada...

-No, déjame sola... estoy bien... oh Dios mío tu jersey.

La ayudé a terminar de vomitar y la apoyé en mi hombro.

Al día siguiente, fui a visitarla y descubrí a todos los holandeses, padres e hijos, tirados sobre hamacas o colchones. Los más valientes, permanecían sentados en una silla. Encontré a Dieuwke tumbada sobre un colchón, a la sombra. Se sentía bastante mejor, pero algo avergonzada por haber vomitado en mi jersey. Yo le resté importancia y me senté a su lado. Sonreimos, miramos a los lados y a escondidas nos besamos fugazmente. Su madre apareció como por inercia en ese preciso momento, me saludó y me ofreció algo de beber.

-Hola Iván, somos todo uno poco intoxicados. ¿Beber?

Los días siguientes permanecí al lado de Dieuwke y de su familia. Memoricé alguna palabra suelta en holandés y aprendí a hacer tortitas. Dieuwke aprendió a comer pipas y a chapurrear el español a una velocidad asombrosa. Me contó sobre sus amigos, algunas cosas sobre Holanda. Compartimos nuestras cintas de música y especulamos sobre lo que nos gustaría hacer de mayores. Se recuperó y pronto volvimos a visitar la piscina, después la playa y volvimos incluso a visitar el puertecito de San Vicente de la Barquera. Los días y las noches se atropellaron como una traición y casi sin esperarlo nos alcanzó la ultima noche.

Después de estar un rato con los demás en la plaza del camping, nos volvimos a escapar del grupo y caminamos hasta la playa. En silencio, volvimos a atravesar de la mano aquella carretera rodeada de árboles donde nos besamos por primera vez. Llegamos a la playa. La noche era oscura, no había rastro de la luna y casi no nos veíamos. Únicamente se advertían algunas hogueras en otros puntos de la playa.
Nos sentamos y nos besamos, nos desnudamos en silencio y nos acariciamos en la oscuridad, en secreto, sobre a arena. Aquellos besos sabían dulces, a bienvenida. Aquellos besos sabían salados, a despedida. Y la distancia mesurada del encuentro, de todos aquellos días, se perdían irremediablemente en un nervioso tiritar, evaporándose con el sudor, con la saliva, con las lagrimas, con la llegada de la luz, abandonando nuestros cuerpos para siempre.

La luz era la de dos faros que nos sorprendieron. Aquel camión que cada noche limpiaba y alisaba la arena se nos echaba encima. Corrimos desnudos, riendo, gritando, con la ropa de la mano, hacia el mar, y ya con el agua por las rodillas, nos abrazamos muertos de la risa. Y nos miramos a los ojos, y de alguna forma, aquellas risas se fueron extinguiendo hasta quedar de nuevo en silencio. Dieuwke respiró hondo:

-Te quiero.
Dijo ella en español.

-Ik hou van jou.
Dije yo en holandés.

A la mañana siguiente, serios y muy tristes, esperábamos mi marcha sentamos en la plaza del camping. Recuerdo aquel tremendo nudo en la garganta.

-Nos escribiremos.

-Sí, nos escribiremos.

-Te llamaré por teléfono.

-Sí, yo también a ti.

-Quizá en Navidades...

-O el próximo verano...

-Sí, el próximo verano seguro que...

El claxon del coche de mi padre me hirió como una sentencia de muerte y traté de concentrarme en contener a toda costa las lágrimas.
Los holandeses se quedarían todavía dos días más en el cámping, y después, pasarían una semana en Francia antes de volver definitivamente a su casa. Mi madre y mis hermanas también se quedaban algunos días más en el cámping. Yo, sin embargo, tenía un examen de matemáticas por recuperar, y mi padre, tenía que volver al trabajo, así que mis padres habían decidido que los dos nos marcharíamos juntos ese mismo día.
Me despedí de todo el mundo y, delante de las miradas de nuestras familias, terriblemente afectado, besé a Dieuwke fugazmente y en la mejilla. Aún no me podía creer que aquello estaba ocurriendo realmente. En varios minutos, posiblemente Dieuwke y aquel camping desaparecerían para siempre.
Ya en el coche, todos nos decían adiós con la mano.

-¿Te has despedido bien de Dieuwke?
Preguntó mi padre.

-Sí.
Contesté yo.
Pero mi padre, observando desde el coche el entristecido rostro de Dieuwke, añadió:

-Anda, mira como te esta mirando. ¡Sal y dale un beso!

Yo ya no podía más, aquel nudo en la garganta se hinchaba como un globo y me aplastaba el pecho.

-¡Ya le he dado un beso! ¡Venga por favor, arranca de una vez!
Contesté en un grito.

Mi padre arrancó el motor del coche pero entonces, vimos como Dieuwke echó a correr hacia nosotros. Mi padre detuvo el coche y ella, introduciendo su cabeza por la ventanilla, me besó tiernamente en los labios, envuelta en lágrimas. Entonces regresó corriendo y mi padre continuó la marcha. Yo me quedé paralizado, como si con aquel beso me hubieran petrificado para siempre. Todos continuaron diciéndonos adiós con la mano hasta que abandonamos la entrada al camping.
Recuerdo que transcurrieron bastantes minutos de completo silencio en el coche de mi padre en los que, por unos momentos, pensé que realmente me iba a terminar ahogando con aquel nudo en la garganta. Mientras, mi padre conducía muy callado y de vez en cuando me miraba de reojo.

-Será mejor que llores un poco si no quieres morir asfixiado.

Dijo mi padre, rompiendo el silencio y sin dejar de mirar a la carretera. Y así, casi cuarenta kilómetros después, yo miré hacia atrás por primera vez. Aquel verano había terminado.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

DIEUWKE (II)

DIEUWKE (II) Los árboles se abrazaban por encima de nosotros, en la oscuridad.
Caminábamos demasiado deprisa, como fustigados por la tensión y los nervios.
Recuerdo aquel calor en las sienes, el temblor en las piernas, el hormigueo de la excitación. Por un momento cerré mis ojos y los volví a abrir con el fin de comprobar y demostrarme que aquello no se trataba únicamente de un sueño. Me hubiera pellizcado, hubiera gritado de entusiasmo. Deseaba congelar aquella sensación de algún modo, pero sin entorpecer la magia del momento.
Ya llevaba un año saliéndo con Esther, estrechando sus pequeñas manos, descubriendo su voz, sus gestos, mirando a través de sus ojos, jugueteando con su rizado pelo. Ahora, sin embargo, me dejaba arrastrar por una mirada distinta. Me dejaba camelar por la curiosidad, el deseo, la naturaleza de aquellos nuevos gestos, me dejaba guiar por una voz extranjera.
Nada parecía estar ocurriendo sin ningún motivo concreto. Me estaba engañando a mí mismo al pensar que sería capaz de controlar todo aquello. Me sentía como el protagonista de una película que aún no había visto. Paseábamos en silencio, como dos personajes impotentemente abocados a un destino común, a un rumbo inamovible y concreto. Todo ocurría como ya estaba escrito, como tenía que ocurrir. La miré de reojo, ella estaba tan nerviosa como yo, preciosa con su chubasquero rojo. Y entonces lo entendí todo. Ahora yo debía frenar nuestra marcha, situarme delante de ella, mirarla a los ojos y besarla por primera vez.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

DIEUWKE (I)

DIEUWKE (I)

La noche estaba parcialmente cubierta. Desde la oscuridad, desde su escondite, la luna y las estrellas parecían querer espiarlo todo. Al salir del camping, nos agarramos de la mano para caminar en silencio por la carretera estrecha que lo bordea. Caminábamos con la respiración algo entrecortada y en silencio. A veces sobran las palabras, siempre y cuando, cómplice de los suspiros y de ese lenguaje de gestos nerviosos, es el amor el que habla.
En los comienzos, es así, nada importa más que la ceguera, la explosión de sentimientos, el ahora.
Ella era casi tan alta como yo, con su larga melena rubia y sus dieciséis años. Yo tenía tan solo un año más y el corazón abierto de par en par, como un gran ventanal, para recibir del exterior leves brisas o violentas tormentas.
Fue en una noche de intensa lluvia, curiosamente la única en todo aquel verano abrasador, cuando llegamos al camping.
Ése era el segundo verano en que mi familia y yo íbamos de vacaciones a Oyambre. El primer año conocimos a una familia de holandeses, y durante todo el curso, mi hermana y yo estuvimos carteándonos con ellos. Janet era de mi edad, una holandesa alta y muy guapa con una hermana, Ester, algo mayor que nosotros. Así es que quedamos en volver a veranear juntos en el mismo sitio, y allí estábamos, montando nuestras tiendas de campaña bajo la lluvia, con las luces del coche como único faro en el temporal. Las gotas me caían de la gorra a la nariz, mientras obedecía junto a los demás las ordenes de mi padre, que se revolvía entre más de una veintena de varillas metálicas. En semejantes condiciones, parecía un milagro llegar a hacer nada.
Observé entonces cómo unas sombras, murmurando alguna cosa en inglés, se acercaban a nosotros. Mi padre, algo perplejo, nos miró a mi hermana y a mí, como esperando algún tipo de reacción por nuestra parte. Me subí un poco la gorra y descubrí, delante de nosotros, a un señor alto y gordo, embutido en un chubasquero azul, gesticulando y haciendo ademán de querernos ayudar. Detrás venían tres chicas, también ocultas bajo sus chubasqueros. Una de ellas parecía saludarme con la mano, y cuando se acercó un poco más a nosotros, pude reconocerla. Era Janet que, acompañada de otras dos chicas, nos sonreía abiertamente mientras cuchicheaban en su idioma.
Ahora, mi padre nos dirigía a todos de nuevo, enérgico, con optimismo, ya tenía nuevos aliados para su guerra personal contra las varillas.
Terminamos de montar las tiendas, y los holandeses, muy gentilmente, nos invitaron a tomar algo en su parcela en son de bienvenida

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00