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EL ESCONDITE DE IVÁN

LA PARADA DEL ARBOL SIN SOMBRA

LA PARADA DEL ARBOL SIN SOMBRA Fuego, tierra y universos de madera dentro de mí…
Despierto entre astillas y estrellas rotas, tumbado sobre el polvo rojizo.
La luna, esta noche, es una canción de Jazz en mi cabeza, derritiéndose lentamente en mi vendetta interna. La luna, esta noche, es un corazón de leche, cómplice y testigo de como mis amigos continúan escondidos en casas lejanas que no conozco… bajo las alfombras.
Mi país es un susurro de hojalata, es una sombra que respira extrañamente y me espera acurrucada. Mi hogar no bebe de mi mismo vaso y nunca se refleja en mi espejo.

-¡Vete al infierno y no me esperes, permaneceré un poco más en todo lo que soy y en todo lo que nos separa. Es demasiado tarde, ya quemamos todas nuestras naves.

El árbol sin sombra nos espera a todos en algún sitio, entre el rumor de la felicidad y el constante llanto del dolor. Sus raíces son como el manantial de nuestra existencia: nos retiene y es leche; nos aísla y es vino; nos sustenta y es sangre. Y mientras, paso mi vida besando instantes, transformando circunstancias, tentando destinos.

Ya en el autobús, beso con inusitada ternura a dos jóvenes que no conozco. Su respiración, cercana, acaricia mi pecho en un escalofrío turbio y extraño. Acaricio sus mejillas suaves y me empapo de su fragancia, aroma aterciopelado y femenino que, gratamente, me acompaña hasta uno de los asientos traseros. El suspiro con el que me dejo caer, al estrellarse contra el cristal de la ventana, se trasforma en un vaho grisáceo, en un mar de esmeraldas y de vaporosos guiños.

-!Qué dulce eres!, exclama la muchacha más rubia, a la vez que se sienta junto con su amiga muy cerca de mi.

-!Odio ser dulce!, odio ser más para los demás que para mí mismo, la replico. Odio ser lo que soy más veces de las que puedo sentirme ser yo mismo, porque los días mientras tanto, vienen y se van vacíos…

Y la amiga, me mira y añade:

-¿Sabes?, no te marcharás sin darnos otro beso.

El autobús va haciendo paradas de vez en cuando, al tun tun, sin ningun orden ni sentido. Quisiera saber a donde nos conduce este maldito autobús, preguntarles a ellas, pero mi mirada errante lleva ya demasiados minutos en otro mundo, así que permanezco abstraído, dejándome llevar únicamente por ese manantial de luces y sombras al otro lado de la ventanilla...

En el escaparate de mi vida, echo de menos los consejos que fueron faros de luz perfecta en mi oscuridad infantil. Echo de menos la camaradería de aquellas amistades puras e inmaduras, amistades unidas por el quebrar sordo e intemporal de los días de colegio.

Y finalmente dirijo mi mirada a ellas de nuevo, que siguen allí, calladas, a mi lado, y las digo:

-Vosotras dos no os marchareis sin antes escuchar el cuento de “El herrero enamorado”:

“Érase una vez, un herrero muy trabajador que vivía en un pueblo precioso lleno de gente feliz. Trabajaba durante todo el día y también durante parte de la noche. Su misión era la de fabricar armas suficientes como para poder defenderse del otro pueblo vecino, también precioso y lleno de gente feliz.
Debido a la importancia de su misión y a la gran responsabilidad que suponía, el herrero siempre aprovechaba cualquier momento para seguir con su trabajo. Sin embargo, aquel día de verano se presentaba inundado por una especie de ira ciega e inaudita, y el herrero se sentía inquieto y algo excitado. Las notas del trovador sonaban por primera vez extrañas en el tintinear caprichoso de la tarde.”

Las dos jóvenes escuchan con atención como con mis palabras voy dando forma y vida al cuento. Mientras, con cada parada, la gente va abandonando paulatinamente el autobús. Se bajan a puñados para tumbarse delante de las ruedas y esperar de esa forma su muerte. Arrancamos de nuevo para atropellarles y continuar con nuestro disparatado viaje.
De esta forma, tan absurda como inamovible, y de forma progresiva, vamos quedando menos.

“Pero un ángel apoyó la cabeza en el yunque del herrero y todos sus destinos se desvanecieron en los límites de un horizonte embriagador y desconocido; lejos de su ámbito humano, imperfecto y limitado.
El herrero se había prometido a si mismo continuar para siempre con su trabajo para salvar así a su querido pueblo. Ellos contaban con él. Y él únicamente deseaba convivir con su destino y su misión, acompañado de tal responsabilidad. Sin embargo, aquella tarde, su propósito se había envenenado por una repentina demencia de amor. La atractiva hija del gran poeta de su pueblo, le rondaba en las cálidas tardes de aquel verano y él, indefenso, preso por su belleza, no podía evitar dejarse arrastrar por una pasión desmesurada y todopoderosa. El herrero, enamorado, desatendió por primera vez en toda su vida su importante labor para escaparse con la hija del poeta a la tierra de los lagos. Su vida, también por primera vez, tendría una finalidad y una dedicación distinta. Y fue así como juraron amarse para siempre y formaron una familia.
Y pasaron los años y aunque eran felices, la idea de haber sacrificado de aquella forma a su pueblo, seguía atormentando la cabeza del herrero, y cada mañana, observando a sus hijos y a su querida y bella esposa, se preguntaba si todo aquello realmente había merecido la pena.

Una tarde un campesino llego a la tierra de los lagos, arrastrado por motivos no demasiados concretos y por el viento racheado del Otoño.
Encontró la casa del herrero y fue recibido, como era costumbre, con gran hospitalidad, pues además las visitas por allí no eran demasiado frecuentes. Y fue gracias a la visita de aquel extraño por lo que lograron enterarse de que su antiguo pueblo seguía intacto; tan bonito, prospero y lleno de gente feliz como antaño.
Había ocurrido que, el herrero del otro pueblo precioso de otras gentes felices, se había enamorado igualmente de la hija del otro gran poeta del pueblo, y en esos momentos, vivían felices y formaban ya una familia en la tierra de las flores.
De esa forma, los dos pueblos vecinos, sin las armas suficientes como para poder guerrear, habían decidido continuar con la dichosa tarea de ser tan solo humanos a medias.”

Finalizo mi cuento a la vez que el conductor nos hace una señal. Ya solo quedamos nosotros y ésta es sin duda la última parada. Nos bajamos, y para cumplir con lo acordado, las beso con ternura.
Los tres nos tumbamos juntos en el suelo. Nos estiramos delante de las enormes ruedas de aquel autobús negro. Cerrando los ojos, saboreo sin ninguna tristeza este agradable y embriagador conformismo. Medio ensordecido por el ruido del motor, que ya arranca, puedo oír aun las voces de las dos muchachas, riendo felices, a carcajadas. Agarro entonces sus manos y río con ellas. Sé que llega el final, cuando vuelvo a abrir por última vez los ojos y descubro, ante nosotros, el árbol sin sombra. Entre las risas y el crujir de nuestros huesos, catapulto mi voz en busca de los limites de algún otro infinito… hacia algún lugar muy lejano, a años luz de la inaceptable realidad de estar muerto.

Iván Sáinz-Pardo
"El sendero de la oveja negra"
N 33042/1997
R.P.I: VA-1329

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