DIEUWKE (IV)
En Oyambre las tardes se retrasan lánguidas y sin ningún pudor, anunciando las noches que regresan de sus viajes cíclicos. Noches que se desnudan para morir en la arena y emanar, a borbotones, la sangre azul que ha de teñir la mañana.
Oyambre es una fuente de cultura cántabra, una fiesta española de milagros y naturaleza, donde las mañanas se despiertan con los pies fríos y el constipado celeste que produce el roció.
Y esas marismas templadas, que se prestan como escenario para la tenacidad de los corredores, testigos del pasear de los enamorados y el silencio invisible de todos los ahogados en otras vidas. En Oyambre hay montañas verdes que mueren en brazos del mar, bajo el clamor de las gaviotas y la soledad de los puestos de vigilancia en la playa vacía. Pero el sol aparece muchas veces sin dar los buenos días, y sorteando algunas nubes, comienza a transformarlo todo en un nuevo capitulo en el diario de las vacaciones.
Recuerdo la crema para el sol. Tres días de playa más tarde, los holandeses ya habían mudado todos casi cuatro veces la piel pecosa de sus narices. Recuerdo sobre todo la crema. Crema blanca, resistente al agua, factores, filtros, crema para los hombros, para las mejillas y para las narices de todos los niños del mundo. Las madres, en la playa, da igual si son madres holandesas, españolas o de dónde quieran que sean, siempre corretean detrás de sus hijos con esos botes de crema pringosa. Da igual la edad que tengas. Simplemente aparecen, te colocan un pegote en la nariz y otro tanto más en la espalda, te lijan con los granitos de arena, te sueltan algún comentario demasiado humillante para tu edad y se van tan satisfechas.
Es por esto de lo de las madres alborotadas y sus cremas, que solíamos huir una y otra vez con la disculpa de querer irnos a bañar. A los diecisiete, y delante de las chicas, esa conjunción diabólica resulta simplemente embarazoso.
Y así, al día siguiente, decidimos lógicamente volver solos, por nuestra cuenta y sin padres.
El día era radiante y especialmente caluroso. Las aguas estaban tranquilas y la bandera verde ondeaba a nuestro lado. Miraba la bandera verde y miraba a Dieuwke, preciosa con su bañador. Aquella bandera parecía querer simbolizar y estimular de alguna forma mis, hasta ese momento, temerosas incursivas en ingles. Aquel día estaba transcurriendo estupendamente, ella parecía seguirme un poco el juego, mi ingles salía solo, estaba inspirado, hablábamos y nos reíamos juntos. Era muy feliz. Hasta que mi hermana entró en la conversación y entre medias de no se qué en ingles entendí algo parecido a "topless". Entonces, de un carpetazo, toda aquella compleja escala estratégica de intencionadas miraditas entre Dieuwke y yo, de segundas intenciones, de sonrisas cómplices, se vio truncada por una inesperada situación. Ambas se habían despojado en un santiamén de sus bikinis, y yo sentí de golpe, como dos pechos perfectos me apuntaban a mí, directamente a los ojos, como si aquellos pezones sonrosados me mirasen profundamente.
Al recuperar el aire, y sin saber porque, comencé a disimular. Mal. Muy mal. Rematadamente mal. Como un completo idiota. Solté dos frases practicamente inteligibles mientras, una y otra vez, mi vista rehuía por si sola hacia puntos perdidos en el horizonte.
-¿Buscas a alguien?
Se me ocurrió entonces que lo mejor sería dejar de hacer el ridículo, cerrar los ojos y tomar el sol. Sabía que no podía levantarme e irme a bañar, ella insistiría en venir. Tendríamos que hablar, mirarnos a los ojos. El sol picaba como un castigo y yo no tenía escapatoria.
Tres horas más tarde, pensé que aquel sol intenso y abrasador ya me había dejado como un bistec a la parrilla, sin embargo, me resultaba imposible evitar no ponerme nerviosísimo cada vez que pensaba en volver a abrir los ojos y decirla algo. ¿El que? Sería incapaz de concentrarme, hablar ingles, decir alguna cosa coherente y no desviar la mirada con aquellos dos maravillosos pechos bajo su sonrisa.
-¿No te bañas?, pregunta mi hermana.
-Ya te he dicho que no me apetece.
-Te estas quemando.
-Mentira.
-Estas más rojo como el culo de un mandril.
Vaya, mira quienes nos han encontrado...
Ya nada podía ir peor. ¿Verdad?
Al abrir los ojos sentí una especie de extraño mareo. Tarde unos segundos en recuperar la vista. Lo veía todo azul. A lo lejos, poco a poco fui descubriendo a mis padres y a mis dos hermanas pequeñas que se acercaban a nosotros. Mi madre, aun de lejos, no más verme, comenzó a realizar aspavientos y pude ver como sacaba de su bolsa un bote azul.
Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00
Oyambre es una fuente de cultura cántabra, una fiesta española de milagros y naturaleza, donde las mañanas se despiertan con los pies fríos y el constipado celeste que produce el roció.
Y esas marismas templadas, que se prestan como escenario para la tenacidad de los corredores, testigos del pasear de los enamorados y el silencio invisible de todos los ahogados en otras vidas. En Oyambre hay montañas verdes que mueren en brazos del mar, bajo el clamor de las gaviotas y la soledad de los puestos de vigilancia en la playa vacía. Pero el sol aparece muchas veces sin dar los buenos días, y sorteando algunas nubes, comienza a transformarlo todo en un nuevo capitulo en el diario de las vacaciones.
Recuerdo la crema para el sol. Tres días de playa más tarde, los holandeses ya habían mudado todos casi cuatro veces la piel pecosa de sus narices. Recuerdo sobre todo la crema. Crema blanca, resistente al agua, factores, filtros, crema para los hombros, para las mejillas y para las narices de todos los niños del mundo. Las madres, en la playa, da igual si son madres holandesas, españolas o de dónde quieran que sean, siempre corretean detrás de sus hijos con esos botes de crema pringosa. Da igual la edad que tengas. Simplemente aparecen, te colocan un pegote en la nariz y otro tanto más en la espalda, te lijan con los granitos de arena, te sueltan algún comentario demasiado humillante para tu edad y se van tan satisfechas.
Es por esto de lo de las madres alborotadas y sus cremas, que solíamos huir una y otra vez con la disculpa de querer irnos a bañar. A los diecisiete, y delante de las chicas, esa conjunción diabólica resulta simplemente embarazoso.
Y así, al día siguiente, decidimos lógicamente volver solos, por nuestra cuenta y sin padres.
El día era radiante y especialmente caluroso. Las aguas estaban tranquilas y la bandera verde ondeaba a nuestro lado. Miraba la bandera verde y miraba a Dieuwke, preciosa con su bañador. Aquella bandera parecía querer simbolizar y estimular de alguna forma mis, hasta ese momento, temerosas incursivas en ingles. Aquel día estaba transcurriendo estupendamente, ella parecía seguirme un poco el juego, mi ingles salía solo, estaba inspirado, hablábamos y nos reíamos juntos. Era muy feliz. Hasta que mi hermana entró en la conversación y entre medias de no se qué en ingles entendí algo parecido a "topless". Entonces, de un carpetazo, toda aquella compleja escala estratégica de intencionadas miraditas entre Dieuwke y yo, de segundas intenciones, de sonrisas cómplices, se vio truncada por una inesperada situación. Ambas se habían despojado en un santiamén de sus bikinis, y yo sentí de golpe, como dos pechos perfectos me apuntaban a mí, directamente a los ojos, como si aquellos pezones sonrosados me mirasen profundamente.
Al recuperar el aire, y sin saber porque, comencé a disimular. Mal. Muy mal. Rematadamente mal. Como un completo idiota. Solté dos frases practicamente inteligibles mientras, una y otra vez, mi vista rehuía por si sola hacia puntos perdidos en el horizonte.
-¿Buscas a alguien?
Se me ocurrió entonces que lo mejor sería dejar de hacer el ridículo, cerrar los ojos y tomar el sol. Sabía que no podía levantarme e irme a bañar, ella insistiría en venir. Tendríamos que hablar, mirarnos a los ojos. El sol picaba como un castigo y yo no tenía escapatoria.
Tres horas más tarde, pensé que aquel sol intenso y abrasador ya me había dejado como un bistec a la parrilla, sin embargo, me resultaba imposible evitar no ponerme nerviosísimo cada vez que pensaba en volver a abrir los ojos y decirla algo. ¿El que? Sería incapaz de concentrarme, hablar ingles, decir alguna cosa coherente y no desviar la mirada con aquellos dos maravillosos pechos bajo su sonrisa.
-¿No te bañas?, pregunta mi hermana.
-Ya te he dicho que no me apetece.
-Te estas quemando.
-Mentira.
-Estas más rojo como el culo de un mandril.
Vaya, mira quienes nos han encontrado...
Ya nada podía ir peor. ¿Verdad?
Al abrir los ojos sentí una especie de extraño mareo. Tarde unos segundos en recuperar la vista. Lo veía todo azul. A lo lejos, poco a poco fui descubriendo a mis padres y a mis dos hermanas pequeñas que se acercaban a nosotros. Mi madre, aun de lejos, no más verme, comenzó a realizar aspavientos y pude ver como sacaba de su bolsa un bote azul.
Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00
5 comentarios
Soledad -
saludos
IVAN -
Mi madre era madrileña y tengo al resto de la familia por allí. Quitando aquellos cinco añitos de muy niño en Oviedo, y los que llevo recientemente en Munich, me he críado a medias entre Cantabria y Valladolid. Cpunto, que razón tienes. Todos tenemos un Oyambre. Saludos.
Des, otra norteña en esta página, un verdadero placer, como siempre.
Saludos a todos.
ladesordenada -
Un beso.
cpunto -
un sol en la cara que, cierto, pica y no deja ver,
saludos
C.
Vigalondo -