DIEUWKE (V)
Las holandesas y yo teníamos algo más en común, o mejor dicho, algo menos, la piel de la nariz y la de los hombros.
Recuerdo que aquél fue el verano de la Lambada, del calor y de las vacas muertas por la sequía. Saturados de sol y playa, algunas tardes decidíamos quedarnos en el camping. Se formaban grupos muy variopintos para jugar al bádminton en la plaza, para jugar a la pelota en la piscina o al baloncesto en aquella pequeña cancha. Nos juntábamos al final casi siempre con otros chicos más mayores que se sentían aún más mayores de lo que eran. Con padres que se sentían mucho más jovenes de lo que también en realidad eran y con muchos otros niños españoles, franceses, alemanes, holandeses y hasta un inglés pelirrojo con un aparato enorme en la boca y cara de colibrí.
Recuerdo que, casualmente, una de esas tardes de baloncesto coincidí con Israel, a quien realmente conocí al año siguiente, y quien actualmente es uno de mis mejores amigos y curiosamente un magnifico entrenador de baloncesto.
Recuerdo que aquel partido fue un desastre, pero a nadie parecía importarle lo más mínimo. Dieuwke me sonreía y me cubría siempre muy de cerca. No dejábamos de buscarnos, con la mirada, con las manos, mientras yo me sentía el hombre más feliz del mundo. El partido no importaba, yo me olvidaba a cada momento del equipo en el que jugaba, del otro equipo y también de la pelota.
Y las noches eran estupendas y nunca nadie parecía tener sueño. Las noches las pasábamos en grupo, cerca de la plaza.
Recuerdo a un valenciano tratando siempre de traducir sin suerte unos chistes terribles al inglés, mientras Dieuwke y yo, nos contábamos miles de cosas con la mirada, furtivamente, y nuestros padres, muy sonrientes, gesticulaban entre ellos y bebían en la terraza.
Aquel chaval no paraba de forzar su repertorio y yo solo quería levantarme y besar a Dieuwke. Decirle allí mismo, delante de todos, que me había vuelto loco por ella. Pensaba únicamente en sus labios, en su cuello, en agarrarla de la mano y llevármela sin decir nada, lejos de allí. Ella me devolvía los pensamientos, con sonrisas perfectas y miradas cómplices, pero todas aquellas noches de deseo terminaban siempre mucho antes de donde comenzaban a volar nuestras fantasías.
Una mañana, al volver de los servicios públicos de vuelta a mi tienda, Janet y Dieuwke ya me esperaban apoyadas en el coche de mi padre.
-¿Vamas alaplalla?
-Veo que ya les estás enseñando algo de español. ¿No vas a desayunar? Preguntó mi madre con una sonrisa cómplice.
-No, gracias mamá, no tengo hambre.
Y así fue como levantamos el veto a las mañanas de playa, y esta vez si que compartimos románticos paseos y divertidos baños entre las olas del Cantábrico.
Por las noches, también cambiamos la plaza del camping por las fiestas de Comillas, donde recorríamos, cada vez, de aquí para allá un pueblo atestado de gente, agarrados de la mano. En compañía de los demás, visitábamos los bares y bailamos en la verbena.
Y fue una de esas noches de fiestas, de vuelta al camping, cuando nos escapamos del grupo y nos besamos por primera vez, al borde de la carretera. ¿Recordaís el embriagador mareo de uno de esos primeros besos?
Abrí mis ojos y vi como Dieuwke se dio la vuelta y se sentó al borde de la calzada.
-¿Qué té pasa?, pregunté, sentándome a su lado. Entonces descubrí algunas lagrimas en su rostro.
-Oye mira, perdóname, no debí besarte. Yo...
-No, no es eso Iván. Yo también lo quería, pero... Lo que pasa es que... es que tengo un problema.
Tengo un novio en Holanda.
Hubo un silencio, mientras ella se secaba las lágrimas. Después nos miramos por unos segundos y dije:
-¿Sabes?, entonces tenemos dos problemas.
Dieuwke me miró algo extrañada:
-¿Tienes una novia?
-Sí, desde hace un año.
Un coche pasó entonces, alumbrándonos con el fogonazo de sus faros, y nos pitó al vernos allí tan peligrosamente ubicados.
Mientras regresábamos de nuevo al camping, hablamos de nuestras respectivas relaciones. Nos preguntamos, sin desearlo siquiera, por sus nombres, como si aquello fuera a solucionar algo, y tratamos torpemente de quitarle importancia a aquel maravilloso beso y también a todos esos otros besos anteriores, hasta entonces tan solo deseados. Al final, poco antes de reunirnos con los demás, prometimos que aquello no debería volver a ocurrir. Los dos estábamos de acuerdo.
Caminabamos mudos, como tratando de entender, sintiendonos testigos directos, protagonistas del imperecedero recorrido de un beso.
Posiblemente hubiéramos podido evitar aquella nueva avalancha de besos y caricias en la oscuridad, entre aquellos árboles en frente de la entrada al camping. Posiblemente hubiéramos podido respetar aquella estúpida promesa por más tiempo, si no hubiéramos cometido el delicioso error de detenernos y proponer, por mayoría absoluta, sellarla definitivamente con un último beso.
Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00
Recuerdo que aquél fue el verano de la Lambada, del calor y de las vacas muertas por la sequía. Saturados de sol y playa, algunas tardes decidíamos quedarnos en el camping. Se formaban grupos muy variopintos para jugar al bádminton en la plaza, para jugar a la pelota en la piscina o al baloncesto en aquella pequeña cancha. Nos juntábamos al final casi siempre con otros chicos más mayores que se sentían aún más mayores de lo que eran. Con padres que se sentían mucho más jovenes de lo que también en realidad eran y con muchos otros niños españoles, franceses, alemanes, holandeses y hasta un inglés pelirrojo con un aparato enorme en la boca y cara de colibrí.
Recuerdo que, casualmente, una de esas tardes de baloncesto coincidí con Israel, a quien realmente conocí al año siguiente, y quien actualmente es uno de mis mejores amigos y curiosamente un magnifico entrenador de baloncesto.
Recuerdo que aquel partido fue un desastre, pero a nadie parecía importarle lo más mínimo. Dieuwke me sonreía y me cubría siempre muy de cerca. No dejábamos de buscarnos, con la mirada, con las manos, mientras yo me sentía el hombre más feliz del mundo. El partido no importaba, yo me olvidaba a cada momento del equipo en el que jugaba, del otro equipo y también de la pelota.
Y las noches eran estupendas y nunca nadie parecía tener sueño. Las noches las pasábamos en grupo, cerca de la plaza.
Recuerdo a un valenciano tratando siempre de traducir sin suerte unos chistes terribles al inglés, mientras Dieuwke y yo, nos contábamos miles de cosas con la mirada, furtivamente, y nuestros padres, muy sonrientes, gesticulaban entre ellos y bebían en la terraza.
Aquel chaval no paraba de forzar su repertorio y yo solo quería levantarme y besar a Dieuwke. Decirle allí mismo, delante de todos, que me había vuelto loco por ella. Pensaba únicamente en sus labios, en su cuello, en agarrarla de la mano y llevármela sin decir nada, lejos de allí. Ella me devolvía los pensamientos, con sonrisas perfectas y miradas cómplices, pero todas aquellas noches de deseo terminaban siempre mucho antes de donde comenzaban a volar nuestras fantasías.
Una mañana, al volver de los servicios públicos de vuelta a mi tienda, Janet y Dieuwke ya me esperaban apoyadas en el coche de mi padre.
-¿Vamas alaplalla?
-Veo que ya les estás enseñando algo de español. ¿No vas a desayunar? Preguntó mi madre con una sonrisa cómplice.
-No, gracias mamá, no tengo hambre.
Y así fue como levantamos el veto a las mañanas de playa, y esta vez si que compartimos románticos paseos y divertidos baños entre las olas del Cantábrico.
Por las noches, también cambiamos la plaza del camping por las fiestas de Comillas, donde recorríamos, cada vez, de aquí para allá un pueblo atestado de gente, agarrados de la mano. En compañía de los demás, visitábamos los bares y bailamos en la verbena.
Y fue una de esas noches de fiestas, de vuelta al camping, cuando nos escapamos del grupo y nos besamos por primera vez, al borde de la carretera. ¿Recordaís el embriagador mareo de uno de esos primeros besos?
Abrí mis ojos y vi como Dieuwke se dio la vuelta y se sentó al borde de la calzada.
-¿Qué té pasa?, pregunté, sentándome a su lado. Entonces descubrí algunas lagrimas en su rostro.
-Oye mira, perdóname, no debí besarte. Yo...
-No, no es eso Iván. Yo también lo quería, pero... Lo que pasa es que... es que tengo un problema.
Tengo un novio en Holanda.
Hubo un silencio, mientras ella se secaba las lágrimas. Después nos miramos por unos segundos y dije:
-¿Sabes?, entonces tenemos dos problemas.
Dieuwke me miró algo extrañada:
-¿Tienes una novia?
-Sí, desde hace un año.
Un coche pasó entonces, alumbrándonos con el fogonazo de sus faros, y nos pitó al vernos allí tan peligrosamente ubicados.
Mientras regresábamos de nuevo al camping, hablamos de nuestras respectivas relaciones. Nos preguntamos, sin desearlo siquiera, por sus nombres, como si aquello fuera a solucionar algo, y tratamos torpemente de quitarle importancia a aquel maravilloso beso y también a todos esos otros besos anteriores, hasta entonces tan solo deseados. Al final, poco antes de reunirnos con los demás, prometimos que aquello no debería volver a ocurrir. Los dos estábamos de acuerdo.
Caminabamos mudos, como tratando de entender, sintiendonos testigos directos, protagonistas del imperecedero recorrido de un beso.
Posiblemente hubiéramos podido evitar aquella nueva avalancha de besos y caricias en la oscuridad, entre aquellos árboles en frente de la entrada al camping. Posiblemente hubiéramos podido respetar aquella estúpida promesa por más tiempo, si no hubiéramos cometido el delicioso error de detenernos y proponer, por mayoría absoluta, sellarla definitivamente con un último beso.
Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00
12 comentarios
Farol -
Farol -
IVAN -
Saludos.
ÍO -
Anónimo -
Veva -
David -
un abrazo.
Anónimo -
solistra -
Tu post me hizo recordar esos momento, gracias.
Un abrazo.
Luces-D-Bohemia -
Me encantó.
Un abrazo
Viento Nocturno -
Un abrazo
ladesordenada -
Un beso.