PECES MUERTOS
Mi voz provenía del eco de una gruta ancestral, y todos los que esta vez existían en lo que ahora soy, se reunían en una iglesia. Esta vez mi chica era del Opus, y yo iba aprovisionándome de miguitas de pan, aun antes de contar con un camino seguro, una senda por la que dirigir mi vida.
Mi padre me observaba con mirada atenta, acariciando con guantes de ausencia ese ambiente enrarecido de humedad e incienso, mientras su alma se columpiaba sobre las túnicas blancas. Pero mis manos estaban heladas y la ceremonia transcurría al margen de mi mundo, como una película tras un escaparate, en varios televisores a la venta. De alguna forma, me sentía integrado en una estructura absurda y endeble que me mantenía alejado de todo, alejado de mí mismo.
-¡Felicidades, el viento de mi feudo te ha arrancado las cejas y el pelo, pero tus miguitas siguen intactas sobre el camino! ¡Me gusta tu forma de trabajar y la forma en la que se te puede exprimir tu cabecita de rico y jugoso limón!
En la tele nos venden vino de raíces muertas para no despertar nunca y todo va de maravilla. Los días pasan y no hay guerras para ganar o para perder, aunque nuestros sueños pasen las noches en la camas de otros.
Esta vez mi chica es del Opus y yo comparto cosas sencillas con ella. Sólo verla cada día me hace feliz. Escuchar su voz dulce, imaginar la restauración de mi alma con la bendición de cada uno de sus besos. Y estamos todos en esta iglesia. Yo también, porque mis miguitas, alineadas, forman un supuesto camino de prosperidad y sensatez profesional.
Todo parece ser una bonita historia, quizá una historia de amor, pero los finales felices son sólo para los guionistas de Hollywood.
Ahora mi padre parece estar ausente, ha dejado de observarnos y posa abstraído ante la pila del agua bendita. Me acerco despacio y le pregunto en un susurro:
-Papa, ¿que haces?
-He visto a tu madre. Es un pez.
El cura calla de repente y se rasca la nariz. El cura se ha resfriado, al igual que aquellos inocentes niños de anoche. El aire acondicionado de su despacho depura y refresca el ambiente y se lleva el calor, el sudor, las lagrimas y la inocencia infantil a otra parte. Pero ahora, este cura se ha resfriado y de un violento estornudo, así sin más, manda mis preciadas miguitas a tomar por el culo. Mi vida se descompone. Nadie se da cuenta. Pierdo la Fe de un golpe. Los clavos de la gran cruz ceden y el Crucificado cae de bruces a las espaldas del cura. Los mismos clavos vuelan por la iglesia en mi busca para atravesarme violentamente el corazón.
Todos me miran, y yo, mal herido, sobrecogido por el dolor, no puedo por menos que gritar un mecagüendios, para el asombro de todos los allí presentes.
El cura palidece, y mi chica del Opus se lleva las manos a la cabeza. Mi padre, mientras, se transforma en un pez dorado y salta a la pila del agua bendita. El Unigénito, derribado, en el suelo, envuelto en sangre, parece divertirse. Ríe escandalosamente y grita:
-¡Dejad que los niños se acerquen a mí!
Arrastrándome, mientras todo el mundo allí dentro grita como una manada de cerdos electrocutándose en un matadero, consigo llegar a la puerta y abandonar el lugar. Ahora mi padre tiene branquias y yo camino solo y mal herido bajo la oscuridad de esta noche. He perdido mi Fe, mi trabajo, he perdido a mi chica del Opus, he perdido mi escasa reputación, y lo que es definitivamente peor, la manera de regresar a casa.
Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00
Mi padre me observaba con mirada atenta, acariciando con guantes de ausencia ese ambiente enrarecido de humedad e incienso, mientras su alma se columpiaba sobre las túnicas blancas. Pero mis manos estaban heladas y la ceremonia transcurría al margen de mi mundo, como una película tras un escaparate, en varios televisores a la venta. De alguna forma, me sentía integrado en una estructura absurda y endeble que me mantenía alejado de todo, alejado de mí mismo.
-¡Felicidades, el viento de mi feudo te ha arrancado las cejas y el pelo, pero tus miguitas siguen intactas sobre el camino! ¡Me gusta tu forma de trabajar y la forma en la que se te puede exprimir tu cabecita de rico y jugoso limón!
En la tele nos venden vino de raíces muertas para no despertar nunca y todo va de maravilla. Los días pasan y no hay guerras para ganar o para perder, aunque nuestros sueños pasen las noches en la camas de otros.
Esta vez mi chica es del Opus y yo comparto cosas sencillas con ella. Sólo verla cada día me hace feliz. Escuchar su voz dulce, imaginar la restauración de mi alma con la bendición de cada uno de sus besos. Y estamos todos en esta iglesia. Yo también, porque mis miguitas, alineadas, forman un supuesto camino de prosperidad y sensatez profesional.
Todo parece ser una bonita historia, quizá una historia de amor, pero los finales felices son sólo para los guionistas de Hollywood.
Ahora mi padre parece estar ausente, ha dejado de observarnos y posa abstraído ante la pila del agua bendita. Me acerco despacio y le pregunto en un susurro:
-Papa, ¿que haces?
-He visto a tu madre. Es un pez.
El cura calla de repente y se rasca la nariz. El cura se ha resfriado, al igual que aquellos inocentes niños de anoche. El aire acondicionado de su despacho depura y refresca el ambiente y se lleva el calor, el sudor, las lagrimas y la inocencia infantil a otra parte. Pero ahora, este cura se ha resfriado y de un violento estornudo, así sin más, manda mis preciadas miguitas a tomar por el culo. Mi vida se descompone. Nadie se da cuenta. Pierdo la Fe de un golpe. Los clavos de la gran cruz ceden y el Crucificado cae de bruces a las espaldas del cura. Los mismos clavos vuelan por la iglesia en mi busca para atravesarme violentamente el corazón.
Todos me miran, y yo, mal herido, sobrecogido por el dolor, no puedo por menos que gritar un mecagüendios, para el asombro de todos los allí presentes.
El cura palidece, y mi chica del Opus se lleva las manos a la cabeza. Mi padre, mientras, se transforma en un pez dorado y salta a la pila del agua bendita. El Unigénito, derribado, en el suelo, envuelto en sangre, parece divertirse. Ríe escandalosamente y grita:
-¡Dejad que los niños se acerquen a mí!
Arrastrándome, mientras todo el mundo allí dentro grita como una manada de cerdos electrocutándose en un matadero, consigo llegar a la puerta y abandonar el lugar. Ahora mi padre tiene branquias y yo camino solo y mal herido bajo la oscuridad de esta noche. He perdido mi Fe, mi trabajo, he perdido a mi chica del Opus, he perdido mi escasa reputación, y lo que es definitivamente peor, la manera de regresar a casa.
Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00
5 comentarios
Anónimo -
alma -
ladesordenada -
Un beso, Iván.
Teresa -
Anónimo -
hago todo lo que puedo,
no quiero ser un pez
saludos!
(se me ha metido tu pesadilla por los ojos)
C.