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EL ESCONDITE DE IVÁN

EL PILOTO LOCO

EL PILOTO LOCO

La victoria puede ser, a su vez, sinónimo de derrota.

Estamos en la primavera de 1959. Claude Robert Eatherly, ex piloto de combate, no ha levantado cabeza desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Abandonado por su mujer, despreciado por sus compañeros de armas y desahuciado por la psiquiatría, las autoridades militares lo consideran un caso embarazoso y lo mantienen encerrado en el manicomio de Waco (Texas). Allí recibe una carta. El remitente es el filósofo alemán Günther Anders, que ha leído un reportaje sobre Eatherly en una revista y decide escribirle, impresionado por el drama íntimo de este hombre atormentado y, en opinión de Anders, perfectamente cuerdo. «Que usted no haya podido superar lo sucedido es consolador. Y lo es porque demuestra que sigue intentando hacer frente al efecto de su acción; porque este intento, aunque fracase, indica que ha logrado mantener viva su conciencia, a pesar de haber sido una simple pieza del aparato técnico y de haber cumplido su función.»

Madrugada del 6 de agosto de 1945. Siete bombarderos B-29 despegan de su base en las Islas Marianas. Claude Eatherly, de 26 años, es el comandante del Straight Flush. Su misión: seleccionar el objetivo. Comprueba la temperatura, la visibilidad y la velocidad del viento. Informa por radio al comandante Paul Tibbets, que pilota el Enola Gay. Le da las coordenadas de un puente, en la vertical de un claro de nubes, y se aleja de la zona. Eatherly piensa que es un bombardeo más. También piensa en Concetta, su mujer, a la que no ha visto dos días seguidos desde que se casaron, en plena guerra. Piensa en la partida de póquer que jugará esa noche con los muchachos. Piensa en cualquier cosa con tal de no pensar durante las cinco horas de vuelo que quedan de regreso a la base.

A las 8.15 de la mañana, el Apocalipsis.

El Enola Gay lanza la primera bomba atómica de la historia sobre la población civil en Hiroshima. La bomba estalla a 500 metros del suelo. No lo hace sobre el puente, pues Eatherly erró en sus cálculos. Volatiliza un hospital. Los japoneses la llamarán pika-don. Pika: un fogonazo deslumbrante. ¡Don! Una explosión equivalente a 13.000 toneladas de trinitrotolueno. Una bola de fuego de un millón de grados centígrados. El copiloto de la aeronave exclama al contemplar el hongo:

«¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?».

Ni Eatherly ni sus compañeros de misión son plenamente conscientes de su obra. Se han limitado a cumplir órdenes. Pero nadie los había preparado para asumir las consecuencias: 70.000 muertos y 130.000 heridos de una tacada. Los testigos dicen que toda la ciudad hiede a fritura de calamar, pero no es un banquete, sino una inmensa barbacoa humana. Las mujeres que llevaban vestidos estampados tienen ahora un arabesco tatuado en la piel. Los hombres que llevaban reloj lo tienen soldado al hueso de la muñeca. Miles de supervivientes deambulan por las calles en estado de choque. Los llaman los ’’caimanes’’. Tienen quemaduras en el 95 por ciento del cuerpo. Algunos se arrastran sobre muñones. Muchos no tienen ojos. Y el hueco donde estaban sus bocas es incapaz de articular sonidos. No gritan. Emiten un murmullo como de cigarras. La septicemia acabará con ellos en cuestión de días. La radiactividad, de la que todavía se sabe poco, lo hará en cuestión de semanas, meses, años.

La historia se repite en Nagasaki el 9 de agosto. Esta vez, Eatherly no participa, pero se despierta en su litera en el mismo instante en que la segunda bomba atómica detona a 2.500 kilómetros de distancia. Grita con desesperación. Cree que los sesos se le fríen dentro del cráneo. Le dan una aspirina. No habla con nadie durante días. Le diagnostican fatiga ocasionada por el combate.

Japón se rinde.

Taciturno, Eatherly espera la desmovilización y la vuelta a casa. Es un héroe de guerra, pero se siente un miserable. Esto no era lo que se imaginaba cuando dejó los estudios en su Texas natal y se enroló voluntario.

«Debo decirle que su intento [de superar la tragedia] fracasará. ¿Por qué? Porque hacer daño a un hombre, pese a ser algo concebible, no es fácil de superar. Usted tiene la desgracia de haber dejado detrás de sí 200.000 víctimas. ¿Cómo iba a ser posible sentir dolor por 200.000 personas? Por más que lo intentemos, el dolor y el arrepentimiento son impotentes», le advierte el filósofo en esa primera carta al manicomio. Eatherly le responde el 12 de junio. Es una epístola serena y profunda, impropia de un demente. «Desde que tengo uso de razón, siempre me he interesado vivamente por la cuestión de cómo se debe obrar y actuar. No soy ningún fanático en temas religiosos ni políticos, pero estoy convencido de que la crisis en la que todos estamos inmersos exige que reexaminemos profundamente todo nuestro sistema de valores y lealtades.»

¿Qué pasa cuando acaba una guerra? Que la vida sigue. Eatherly es condecorado con la medalla de la Fuerza Aérea, pero no asiste a los homenajes que quieren tributarlo. Se licencia en 1947. Intenta olvidar, ganar dinero. Consigue un empleo en una multinacional petrolera de Houston; va cada día a la oficina, por la noche estudia Derecho. Asciende a director de ventas. Compra una casa con jardín. Debería ser feliz. Tiene una mujer, un hogar, hijos. Pero no puede dormir. Cada vez que cierra los ojos cree ver los rostros desfigurados de los que se abrasaron en Hiroshima. Comienza a beber, toma somníferos. Por esa época mete cheques en sobres y los manda a Japón, junto con cartas en las que se declara culpable y pide disculpas. Sus misivas son interceptadas y devueltas a EE.UU. En 1950 intenta quitarse la vida ingiriendo barbitúricos. Le hacen un lavado de estómago y un par de días después ingresa en el hospital militar de Waco, especializado en la atención de los veteranos de guerra con trastornos mentales. Allí permanece seis semanas. Le dan el alta, aunque no hay mejoría alguna.

Por muchas vueltas que le dé a la cabeza, Eatherly no sabe qué hacer. Sólo tiene ocurrencias peregrinas. Falsifica un cheque por un importe insignificante. La Policía lo detiene cuando intenta cobrarlo. La falsificación es tan burda que parece que quisiera que lo cazasen. ¿Por qué? El escritor Robert Jungk sugiere que el ex piloto pretende explicar su caso y tiene la necesidad de ser castigado. «Él quería alegar que había mandado esa suma como un gesto simbólico a una fundación que ayuda a los huérfanos de Hiroshima.» Pero el juez no le deja hablar y lo condena a un año de cárcel.

Sale a los nueve meses por buena conducta. Próximo intento en Dallas. Atraco con una pistola de juguete. El ladrón no se lleva nada y el juicio se suspende cuando el abogado explica que su cliente padece enajenación mental. Otros cuatro meses en Waco.

Un tribunal médico reconoce que Eatherly sufre trastornos psicológicos ocasionados por la guerra y éste deja el hospital con una pensión mensual de 132 dólares. «Contrariamente a lo que Eatherly anhela, no se lo considera un criminal», explica Jungk.

La vida de Eatherly transcurre entre tribunales y hospitales. Asalta cajeros sin llevarse el dinero, fuerza oficinas de correos sin echar mano a la caja. Consigue, por fin, que la opinión pública preste atención a su caso. Los periódicos lo bautizan como ’’el piloto loco’’. Sus ex compañeros de misión se avergüenzan de él. Paul Tibbets, comandante del Enola Gay, nunca pidió perdón al pueblo japonés: «Duermo muy tranquilo todas las noches». Joe Siborik, responsable del radar, se justificó con desparpajo: «Sólo era una bomba, aunque un poco más grande». El presidente Harry Truman, que ordenó el bombardeo, dijo que en su vida sólo se arrepentía de haberse casado a los 30 años.

Eatherly morirá en el manicomio en 1978, con 70 años. Nunca obtuvo el consuelo de que lo considerasen oficialmente culpable. Pero en 1959 recibió otra carta que alivió su carga. Estaba firmada por 30 jóvenes japonesas. Dice así:

«Estimado señor: Todas nosotras somos chicas que, aunque tuvimos la suerte de escapar a la muerte, fuimos heridas en nuestros rostros y en nuestro cuerpo por las bombas atómicas. Nuestros rostros muestran cicatrices y heridas, y es nuestro deseo que esa cosa horrible a la que se llama ’’guerra’’ no se repita jamás. Hemos sabido que los sentimientos de culpabilidad lo atormentan y que ha sido internado en un psiquiátrico. Le escribimos para expresarle nuestra más profunda conmiseración y asegurarle que no sentimos odio hacia usted [...]. Lo consideramos una víctima más.»

Carlos Manuel Sánchez

Via: XLSemanal

3 comentarios

k516 -

eso es lo que se llama el idiota util. Quien dio la orden no sufrio remordimiento alguno, pero no habria sido capaz de hacerlo el mismo.

WALTER TOLEDO -

Eatherly: víctima de víctimas,sentir la tortura del arrepentimiento en éste patético caso,es de personas nobles y tuvo su "infierno privado acá en la tierra" y no porque existe el infierno teológico, sino el etimológico, cometió un acto "inferior" aún siendo estafado por su propia casta dirigente.Es que acaso Noam Chomsky es el único que se da cuenta en el país que vive?

rst -

La conciencia de las buenas personas, nunca descansa en paz.