HIBERNACIÓN
Caminar la nieve siempre le resultó excitante, como el reto de enfrentarse a una página en blanco en la que moldear sus pensamientos, en la que ir dejando sus huellas.
Llamaron a la puerta y no fue a abrir. Nunca solía abrir la puerta de casas imaginarias. Prefería bailar y dar gritos en el bosque, dormir junto a los riachuelos o morar las guaridas de los animales salvajes que dibujaba sobre las servilletas de la cafetería de aquel feo edificio con olor a una mezcla entre anestesia, lejía y orina.
Me contó como especialmente elegía las guaridas más amplias, las de los osos pardos. Gustaba de acompañar sus periodos hibernales y mientras estos dormían, él solía acurrucarse al calor del pelaje. Cerraba sus ojos y escuchaba las respiraciones profundas, los latidos lentos y pesados de sus corazones que lo mecían hasta regalarle el sueño. Pero ya ni en sueños recordaba el calor de los abrazos de verdad, más allá de las guaridas de las bestias que solía visitar con cautela.
Las fotos que se llevó consigo de aquel apartamento las extravió una tarde de lluvia. Ahora juraba odiar todos los jueves a partir de aquel que le arrebató el primer color de su arcoíris.
No terminaba de acostumbrarse a no recordar las cosas, ni las más importantes ni las más insignificantes. Su cabeza, con o sin la medicación, fusilaba los recuerdos noche y día en una especie de irremediable genocidio mental. Las ideas corrían en pánico por la nieve hasta caer de bruces con un agujero en la espalda.
Me miró a los ojos y me preguntó si yo sabía si a él le gustaban los espaguetis con tomate. Llevaba tiempo sin probarlos, puede que mucho, puede que varias vidas enteras. Lo suficiente al menos como para no recordarlo tampoco. Eso sí, aún recordaba la habitación vacía de Elisa. Extrañamente solo la recordaba vivaz, hermosa, de arrebatadora juventud. Aunque puede ser que nunca la hubiese conocido de otra forma. En cualquier caso, joven o vieja, cuando lo abandonó se llevó hasta el colchón de la cama de matrimonio. Aquello fue un gesto extraño, a pesar de que él llevaba meses ignorando el colchón, pasando las noches solo, acurrucado sobre el frio suelo debajo de la mesa de la cocina. Aquel era el único lugar de la casa que le devolvía la paz. Y el creía volver a escuchar la respiración animal, el pálpito vital. El dolor de espalda le ayudaba a sentirse vivo. El desgarro en los hombros entumecidos le mantenían alerta en la butaca del cine en el que se proyectaba la que parecía ser su vida. Ella lloraba por las noches y después, por las mañanas, lo miraba preocupada mientras se preparaba el desayuno.
Él ahora la recordaba desnuda, sentada sobre aquel colchón que compraron con la primera paga de aquel trabajo del que le despidieron pocos meses más tarde. Solo retenía vagos trazos, siluetas, sombras y fotos rasgadas. Solo recordaba toda aquella sangre en las manos de ella. O quizás fuese tomate pues olía a pasta cociéndose a fuego lento.
Una mañana ella no apareció para hacerse el desayuno. Solo se escuchó la puerta de casa cerrarse y un silencio mortecino. Ella se fue para siempre. Se llevó el color rojo y con ello su arcoíris siguió quedándose huérfano. Y ahora las lagunas en su cabeza estaban heladas como el suelo de la cocina en donde ya tampoco podía dormir. Ahora tan solo se limitaba a morderse las uñas acurrucado en cualquier esquina, dibujando en el aire los besos ahora descoloridos, desaboridos. Besos dislocados, besos huérfanos, besos moribundos. Besos sin labios.
Y me dijo que fue llegado a ese punto cuando pensó en que tenía que irse de allí inmediatamente, alejarse de aquel lugar lo más lejos que pudiese recordar. Que seguiría caminando, seguiría trepando las raíces muertas para no esperar sentado en una silla la jodida inyección de cada jueves, esa que le lamía el alma y convertía sus huesos en tuberías de plomo. Seguiría huyendo para no saludar las horas desiertas con la lengua de trapo, el cuerpo de marioneta y esperar el vómito que le produce quedarse en el medio de todas las cosas que ya no existen.
Entonces encendió otro cigarro de la cajetilla que le traje. Miró a los lados y preguntó por una guitarra.
-Creo que se tocarla, susurró sonriendo hacia la ventana desde la que se podía ver caer la nieve sobre el patio. Él fumó durante unos minutos en completo silencio y yo desaparecí a sus ojos. Cuando regresó a mi, continuó diciendo que la nieve blanca le parecía hermosa ahora que se veía renunciando a la mayoría de los colores. Y volvió a hacer una larga pausa, como cayendo en un estado de hibernación. La sala estaba en silencio. Volví a ser invisible a sus ojos y pude escuchar su lenta y profunda respiración.
A mi también terminaría por olvidarme a partir de aquel día. Y recuerdo como, vaticinando que aquella visita era en realidad una despedida, volvió a dirigirse a mi por última vez:
- Siempre suelen faltar sillas cuando las canciones acaban y siempre suelen sobrar escaleras cuando en la vida ya solo se trata de bajar. Los animales salvajes despertarán con la primavera, hambrientos, pero para ese entonces yo ya estaré habitando otro cuento mejor que este.
Iván Sáinz-Pardo
"En la avioneta sobró un sitio" ©2013
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