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EL ESCONDITE DE IVÁN

LA ISLA

LA ISLA

Con el ojo derecho solo sabía mirar de reojo y había perdido el izquierdo en una guerra no declarada contra sus propios fantasmas. 
A veces aún soñaba con aquella isla salvaje, con aquella jungla hostil donde siempre creyó que acabarían sus días. Y es que aquellos días resultaban interminables, orbitando peligrosamente a su alrededor, disimulando el agotamiento y protagonizando la pose de una vigilancia a ratos inexistente, pues las noches allí nunca servían para dormir. 

En aquella isla su destino era una bandera al viento con una calavera y dos huesos, impredecible, siempre dispuesto para el abordaje de cada una de sus esperanzas por despertar de aquella pesadilla. 
Ahora, de nuevo en su casa, cada vez que despertaba, se levantaba bañado en sudor frío, le gritaba a la oscuridad del cuarto, lloraba impotente, agarrado a las sabanas empapadas.
En el pasillo creía escuchar los rugidos de alguna bestia, el miedo de ojos brillantes sobrevolando el techo de su apartamento. Y entonces las paredes desaparecían, la cama, los muebles y regresaban los sonidos que nunca le abandonarían y la luz plateada de la luna. 

Le daba miedo hablar solo, se había prometido no volver nunca más a hacerlo, temía escucharse dentro de su mente. Se rehuía, evitaba los espejos, luchaba por acatar la convivencia sin la bipolaridad acostumbrada tras tantos años de soledad absoluta. Intentaba sobrellevar un día a día sin compromisos, sin comentarios personales, solo mirando hacia delante con el rabillo del ojo derecho para abrir puertas sin preguntar y cruzar las autopistas de su regreso a la sociedad a ciegas, sin atreverse a mirar a los lados.

Un grito desgarrador le devuelve a su cama. Como un autómata se viste la primera ropa de abrigo que encuentra, aún con el pelo mojado por el sudor y ese gusto salado en los labios recordándole al mar embravecido. Cierra la puerta del apartamento de un portazo.

Llueve en la calle, el viento arroja las gotas sobre su cara, le saluda una tormenta de fin de verano que se le ofrece salvadora como un bautismo, que le espabila lo necesario como para verse capaz de encarrilar la avenida desierta. Los coches aparcados, los comercios cerrados, un par de taxis en busca de clientes y un gato que corre para refugiarse debajo de una camioneta de helados aparcada junto a un supermercado sin luces. 
Camina pisando charcos hasta desembocar en el parque central. Allí llega a su banco de madera y respira hondo. Bajo una lluvia que poco a poco amaina, ignorando el frío y casi a oscuras, decide como cada una de las veces, esperar allí sentado, pacientemente, a la primera luz del nuevo día. 

Una paz le inunda sedando su respiración. Una neblina gravita sin atreverse a tocar las aguas del lago. Al otro lado, bajo la luz anaranjada de una farola bailotean los murciélagos. 

Pasan los minutos. Sus párpados pesan como lápidas de mármol, sus ojos palpitan sin poder evitar el agotamiento. Se sacude en un no, da un resoplido. Es entonces cuando se percata del sonido de los grillos. ¿Estaban allí antes? Presta atención y ahora escucha el aleteo de un pájaro de gran tamaño sobre su cabeza. Una sombra se posa delante del banco. Se frota los ojos. Un pelícano se aproxima un par de pasos y lo observa curioso. 
Al incorporarse sorprendido, advierte como otro ave se posa junto al pelícano, es un pájaro tropical de pico rojo y una larga cola blanca. Se escucha a continuación un ruido sordo, una nube de aleteos y chasquidos sobrevolando su cabeza. Su respiración se acelera, su pecho parece menguar, le flaquean las rodillas a la vez que puede ver con estupor como docenas de piqueros, gaviotas de lava y petreles comienzan a posarse rodeándolo. El sol asoma en el horizonte, los reflejos sobre el agua se le clavan como flechas atravesándole el cerebro y las aves comienzan todas a cantar al unísono. El pequeño lago en frente suyo se transforma en un inmenso mar enfurecido y el sol termina de salir tras el horizonte para cegarle. Retrocede dos pasos. El banco ha desaparecido también. El aire a su alrededor se vuelve espeso y le resulta irrespirable, todo se oscurece de un golpe y desfallece. El suelo, al contacto con su cuerpo, cruje para terminar cediendo en una caída infinita. Silencio.

Al volver a abrir el ojo derecho descubre una iguana mirándole fijamente. Escucha el sonido del mar de fondo, observa la vegetación espesa, siente el calor húmedo insoportable. La iguana marcha, pero él permanece inmóvil sobre el suelo junto a un árbol centenario, llorando en silencio, acurrucado como un niño, exactamente como lo hace cada mañana, como ocurrirá todas y cada una de las mañanas que lo verán despertar en esa condenada isla.

Iván Sáinz-Pardo

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