LAS LLAVES
Por temor a las respuestas comenzó a no hacerse preguntas y la mentira le enmudeció el alma, acurrucada en un pecho atravesado de medallas. Y era por culpa de los agujeros en el pecho que bebía tanto, todo el alcohol parecía siempre poco y los días se le escurrían por los suelos de tascas y bodeguillas.
El caminar incierto, el olor a derrota y su nariz de aspecto tuberculoso y azulado ya delataban la falla a distancia. Todo su dinero terminaba por ser dinero suelto para alimentar tragaperras de bares de viejos y financiarle el chiringuito a los chuloputas de la calle Montera.
La luz del día solo para desmayarse en el sofá de su pocilga, la luz de las farolas solo para mear trincheras y bailar en campos de minas. Cada subida cautiva y cada caída libre para, cada una de las veces, terminar malherido y en tierra de nadie.
Cuando aquella vecina le vio en el portal tambalearse agarrado a aquella carta certificada, le preguntó enseguida que qué ponía. Él levantó la mirada lentamente y observó a aquella maruja despreciable, siempre alerta en el rellano, con un trapo del polvo y disimulando sin ningún talento.
Un perro patada apareció de dentro de la casa, desgañitándose a ladridos histéricos que siempre se multiplicaban insoportablemente debido al eco del portal, tal y como sucedía cada una de las veces que se abría aquella maldita puerta. Él, ignorando por completo al chucho, la miró tan solo a ella, con una mirada perdida, estrellada en algún otro rincón del universo. La miró como si en realidad ella no estuviese ahí delante.
-!La carta! repitió la mujer. Y él reaccionó entonces, como si ella se le hubiera aparecido de repente y por sorpresa, para regalarle una sonrisa espléndida, verdadera, la última. Y cuando la sonrisa se derrumbó al suelo para partirse en mil pedazos, él estrujó la carta y se la metió en el bolsillo. Se dió la vuelta, caminó unos pasos y abrió con sus llaves la puerta de su piso.
Una vez dentro, observó el desorden, el caos absoluto, los restos de comida, la ropa tirada, la silla de ruedas de su mujer muerta, toda aquella suciedad inundando cada una de las estancias.
Cerró la puerta desde dentro con llave y las dejó puestas. Miró su reloj. Aún le quedaban un par de botellas medio llenas en algún lugar de la cocina y un puñado de horas medio vacías para emborracharse por última vez antes de recibir a la policía.
Iván Sáinz-Pardo
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