EN LA GUERRA SIN NOMBRE
En la guerra sin nombre, cuando el viento solo le era favorable a los cobardes, él mostraba valentía y sorteaba el fuego enemigo con agilidad. Acompañado del rocío y la brisa de cada mañana moribunda, fue dando un entierro injusto, uno a uno, a los suyos y una muerte justa, uno a uno, al resto.
Él prestó su chaleco antibalas, su botecito de antídoto, cedió su paracaídas, su mascara de gas y a los más temerosos regaló su pata de conejo, su trébol de cuatro hojas, su cruz, su virgen, su abalorio de la suerte.
Una vez muertos también los días festivos, los fines de semana y las celebraciones de cumpleaños con tartas y globos de colores, compartió trinchera, litera, zafarrancho, polvo, silencios agónicos y las raciones siempre escasas.
Intercambió los turnos, las imaginarias, prestó sus días libres, cubrió todas las noches. Respetó todas las treguas, menguó las tensiones, soportó el hedor, el calor, el polvo, la humedad. Ignoró las ampollas, las picaduras, los dolores, el escozor de las heridas, el miedo, el hambre, el aburrimiento, el deseo, la tristeza y enmudeció cualquier voz posible dentro de su cabeza.
Mientras se desangraba el alba del recuerdo de los días felices, él simplemente sonreía a los camaradas y a quien lo requería le ofrecía generoso las llaves de su ciudad intacta y floreciente. Y precisamente cuando estaba a punto de ser declarada la guerra con nombre, sin esperarlo y sin merecerlo, conoció el fuego amigo. Conoció el fuego amigo para morir como mueren siempre los mejores, sepultados en vida en la gracia del silencio.
Iván Sáinz-Pardo (En la avioneta sobró un sitio)
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