VOLAR
Volar estresa mucho. Cargar con las maletas y esa sensación todo el tiempo de que perderemos el avión. Mirar continuamente el reloj y comprobar, compulsivamente, una y otra vez que el DNI y nuestra tarjeta de embarque no han desaparecido como por arte de magia de nuestro bolsillo. Pagar a regañadientes casi tres euros por un café con leche y tener que llevarte las maletas contigo hasta para ir al retrete.
Comprobar que existe una ley no escrita que dictamina que, de existir la posibilidad de tener un bebe a bordo, lo han de sentar siempre por tu zona, para que así este nos amenice con sus berridos histéricos nuestro viaje. Y no, no podrás de todas formas dar una cabezadita, porque para evitarlo, esta además esa estridente campanita que anuncia cada mensaje de micrófono a un volumen de infarto de miocardio.
A la ida, nos abrochamos el cinturón pensando en un abanico de posibilidades, en nuestras expectativas frente al viaje, en todo lo que planeamos hacer allí donde nos dirigimos. Desde nuestro asiento, sobre esa butaca donde nos aprietan molestamente las rodillas contra el asiento de delante, vemos pasar al resto de la tripulación en busca de sus asientos. Por fin respiramos hondo y jugamos a nuestro juego favorito. Especular con la posibilidad de adivinar quien será el que termine por sentarse a nuestro lado. Y es así como nos volvemos a fijar en el pivón aquel que ya descubrimos antes en la cola de embarque. Ese pedazo de mujer que ahora se dirige por el pasillo en nuestra dirección buscando su número, y pensamos:
-¡Aquí!, ¡aquí!, ¡aquí!
Hasta que lamentablemente pasa de largo nuestra posición.
Entonces comenzamos a bajar un poco el listón y pensamos que esa morena tampoco esta nada mal.
-¡Aquí!, ¡aquí!, ¡aquí!
Y se sienta cuatro filas delante de nosotros.
Bueno, pues, espera
quizás esa otra que viene por allí detrás
Es bastante fea pero, pero
pero vaya par de domingas.
-¡Aquí!, ¡aquí!, ¡aquí!
Nada, no hay suerte y parece que ya no queda nadie. Entonces, aparece al final del pasillo esa señora gorda, sonriente y sudorosa, embutida en una camisa de flores prácticamente empapada.
-¡Aquí no!, ¡aquí no!, ¡aquí no!
Y cuando pasa de largo, somos nosotros quienes sonreímos y quienes nos quitamos el sudor de la frente. Estamos tan ensimismados en nuestra entupida lotería, que ni tan siquiera nos hemos dado cuenta de que un tipo lleva detrás nuestro un buen rato esperando pacientemente, rogándonos para que lo dejemos pasar y ocupar el asiento.
Con el misterio solucionado, ya solo queda comprobar que nuestro nivel de ingles aún sigue amodorrado en algún rincón oculto de nuestro cerebro, comparando los textos dobles en ingles y español de esa revista que encontramos frente a nuestro asiento. Mientras, ignoramos la coreografía de seguridad de la azafata, ya que total, todo el mundo sabe que aprender todo esa parafernalia de la mascara y del chaleco salvavidas tiene, en el caso de un accidente aéreo, tanto sentido como un curso de paracaidismo en el Titanic.
Después, uno ya, durante el despegue, piensa como cada una de las veces, en la muerte. En todo lo que aun no hemos hecho, en que pasaría si algo pasara mal y nos estrelláramos. Uno no puede evitar rememorar todas esas películas de catástrofes, o todo eso de lo del 11 de Septiembre. Por nuestra cabeza circulan imágenes como el de la turbina destruyendo la habitación de Donnie Darko, motores ardiendo, cabinas desgarrándose y asientos saliendo disparados por el aire como en El Club de la lucha. Que horror, pensamos y nos agarramos bien al apoyabrazos, mientras recordamos la escena de aquel avión bajo la tormenta cayendo en picado en esa peli donde Tom Hanks, después, termina por convertirse en un naufrago.
El avión coge altura, todas las cosas se hacen pequeñitas desde la ventanilla y el bebé que hay sentado delante tuyo comienza a llorar.
¿Quien dijo que volar es estresante? La película esa del naufrago nos ha salvado definitivamente el vuelo. Ahora tenemos dos horas enteritas para poder fantasear e imaginarnos completamente solos en una isla perdida con aquel pivón despampanante de antes.
El tipo que viaja sentado a nuestro lado tose y se extraña un poco al descubrirnos allí, con los ojos cerrados y esa extraña sonrisita.
Iván Sáinz-Pardo
"La ira dormida" ©2006
6 comentarios
Die Efa aus München -
Ybris -
Es como si volviéramos a la última vez que lo hicimos.
Porque la verdad es que la historia se repite.
Y siempre nos sorprende.
Abrazos
bubisonica -
zhenda -
klaudya -
Es q panico o miedo, solo nos da por las cosas de las cuales no tenemos control..
monocamy -
Dentro de lo malo (dentro de lo horroroso) los que se estrellaron contra las torres gemelas no sintieron demasiado dolor físico (angustia emocional aparte). Probablemente perdieron la vida antes de que le diera tiempo a sentirlo.
Muchos de los accidentes aéreos no son por fallos técnicos en sí, aunque sean graves, sino por la respuesta de los pilotos ante tales problemas, tomando a veces decisiones erróneas. Lo he visto en un documental (concretamente, hablaban de un caso en el que ocurrió una incidencia grave y ambos pilotos perdieron demasiado tiempo decidiendo si aplicar la medida A o la B... hasta que se estrellaron, finalmente, sin haber concretado.
También decían que se van a instalar ordenadores que tengan capacidad para tomar decisiones críticas, cuando no exista una respuesta "lógica" del comandante de la nave.
Ah, el avance imparable de las máquinas...