BUENOS DIAS, SOFIA
Sofía se sentó en la cama con su libreta, encendió un cigarrillo negro y miró la página en blanco. Le gustaba rezagar el nacimiento de cada día, estirar el momento de levantarse, de vestirse la piel y la personalidad que identifica su nombre. Sofía. Hola, soy Sofía. Buenos días, Sofía.
Había perdido demasiado tiempo en tratar de ser quien no era. Se sentía como perdida en un bosque en llamas y sin mapa alguno para encontrar una salida. Conviviendo desde la infancia con los jirones de su vida, remendando una y otra vez la distancia hacia la felicidad. Quizás ni siquiera hubiese existido algo parecido a un plan, a un mapa, a una salida. No recordaba nada anterior a ese frondoso bosque que se cernía a su alrededor desde los siglos de los siglos como planeta único, como mundo interior y universo infinito. Y ahora su bola de cristal ya no predice nada coherente y las garantías y las promesas le caducan siempre demasiado rápido. Ahora se nombra presidente a la fuerza, corrompiendo las elecciones de su alma. Ahora organiza la revolución a la fuerza y se derroca así misma cada mañana.
Había aprendido poco a poco a captar las señales sin estar atenta. Se tomaba las cosas sin alterarse lo más mínimo. El mismo efecto producía en sus gestos una herida profunda en su antebrazo, que el descubrimiento luminoso de un golpe de suerte. Sin embargo, no había sido así de más joven, cuando la sangre parecía hervirle con la furia de un volcán en erupción dentro de sus venas. Lava roja en vez de sangre, rocas volcánicas sus palabras punzantes, inaudita la rabia que, a la mínima y cada una de las veces, producía un cortocircuito que la hacía perder el control sobre sí misma. Y después llegaba esa resaca, con los cadáveres flotando boca abajo. Ese desgarrador sentimiento de culpa cada vez que sus armas se disparan solas y los secretos se desnudan a sus espaldas. No tuvo por ello una adolescencia sencilla, por lo contrario, ella había sido siempre como un imán para los conflictos, un mercenario comodín para todas las guerras, un arrogante kamikaze en la autopista de un bucle con vidas infinitas.
Ya entonces le hubiera gustado poder viajar en el tiempo, desde aquellos años hacia otros venideros. Despertar más adelante en su vida, quizás ahora mismo, sentada sobre esa cama con las sabanas retorcidas en el presente más absoluto. Y no, no era la primera vez que pensaba en despertar en el futuro para romper todos los espejos y entender que la vida no existe más allá de cómo cada uno la sentimos y que, es por esto mismo, que cada cual vive encerrado en la percepción de su propia realidad. Un, dos y tres y despertar en el máñana para comprender que la realidad es una mentira común disfrazada de verdad para solo uno mismo. Y hubiera querido creer a su madre entonces cuando, esta, en mitad de la batalla y del odio derramado, se encendía un cigarrillo negro para simbolizar la tregua entre ambas. En silencio, la miraba con ternura, derramando una leve sonrisa detrás de esos ojos cansados. Y así, mientras que sus pulmones adolescentes aún resoplaban la ira, su madre serenaba la retórica de sus palabras para advertirla de que, aunque el punto de destino lleve el mismo nombre para todos, cada cual respira el viaje a su propio ritmo. Y que, algún día, sin tener que hacer nada, ambas lograrían, como por arte de magia, la magia de la vida, ser muy buenas amigas. El tiempo, por sí solo, sería el encargado de transformar las trincheras en un jardín con dos sillas y una bonita vista. Pero las madres siempre nos abandonan demasiado pronto. Y ahora nada parecía tener sentido. Aceptar la vida como venía, encerrada en todos esos escenarios, esos lugares no escogidos, era como participar en obras de teatro al azar y sin público. Y esa ansiosa necesidad por ser diferente, por separarse de lo ya establecido y de lo supuestamente normal, también había desaparecido con los años. Si ahora el mismo viaje en el tiempo no fuese al futuro, si fuese de vuelta a aquellos años turbulentos, despertaría tumbada junto a una adolescente insolente y cateta. Se avergonzaría, no sabría ni que decirla. No ya ante los discutibles gustos musicales, el vestuario o el mismo vocabulario, sino ante la tristeza de aceptar el desastre de no compartir ninguna de las decisiones a tomar, de no reconocerse en ella misma ni en los principios más básicos. Pero los humanos no reaccionamos bien ante las advertencias, tan solo lo hacemos ante las revelaciones.
Sofía seguía sentada en la cama con su libreta. Le gustaba rezagar el nacimiento de cada día, estirar el momento de levantarse, de vestirse la piel y la personalidad que identifica su nombre. Sofía. Hola, soy Sofía. Buenos días, Sofía.
Iván Sáinz-Pardo
"La ira dormida" ©2010
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