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EL ESCONDITE DE IVÁN

AL FINAL DEL ARCO IRIS

AMARILLO IMPOSIBLE

AMARILLO IMPOSIBLE

Amarillo, y hoy la tierra tiene miedo de nosotros y de nuestra brutal locura. La tierra nos teme. El aire esta lleno de almas. Almas descoloridas, pálidas, sin olor, ni tacto. El cielo está lleno de almas, lo sé. Tres mil almas al menos, flotando sobre el cielo estrellado de Afganistán.
Pasean las almas sus gemidos de alambre. Los hijos aniquilan a su madre, cegados por la dictadura de sus propias mentes asfixiadas y corruptas. La muerte febril se balancea, siempre inoportuna, porque nunca hay un buen momento para morir cuando sólo se conoce la vida. Morirse es como borrar el dibujo de nuestro nombre de un encerado. Sangre, fuego, agua y almas sobrevolando nuestras cabezas dibujadas con tiza.

Amarillo imposible. Hoy el aire está lleno de almas, almas como ratas sin esperanza, atrapadas en el fondo de una piscina vacía. Miles de hijos aplastados contra la tierra madre. Liberadas las almas de sus cuerpos y los sueños de sus realidades, sólo cabe esperar a que cada cosa vuelva a su lugar, sea éste cual sea.

Hoy el aire está lleno de almas, pululando en acechantes bailoteos y no sé si descenderán hacia nosotros, o si por el contrario, marcharán, titubeantes, por el agujero del ozono. Me estremezco al pensar en esos cuerpos sin vida. Tres mil o cuatro mil, ni más ni menos. Mil, dos mil, tres mil, cuatro mil, que sencillo es nombrarlo, enumerarlo.

¿Cómo serán mil cuerpos callados, inertes, desnudos de vida? ¿Cómo serán cuatro mil cuerpos desarticulados? ¿Cuatro mil madres muertas? ¿Cuatro mil padres sin aliento? ¿Cuatro mil niños sin alma?

Miles de almas golpean esta noche la ventana de mi cuarto y parece que ya nunca vaya a dejar de llover. Las almas son, sin duda alguna, más inteligentes y libres sin la dictadura orgánica de nuestras necesidades físicas, pero la vida, para bien o para mal, sólo se crea a partir del conjunto de las dos cosas. Mi cuerpo se enfría, la piel se transforma en marmol y el susurro incesante enmudece. Sin embargo, hay un eco que perdura en lo que aún soy y me recuerda, una y otra vez, que nuestras pobres almas no son mucho más que mera comida para peces en el jodido y deshabitado estanque de la vida.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

LA MIRADA CIRCULAR

LA MIRADA CIRCULAR


-¡Joder tío, no te estás enterando de nada!
No entiendo como puede haber gente que se lea de pe a pa el periódico. Con todas esas desgracias. Yo sólo lo hojeo durante cinco minutos y acabo harto de tanta mala noticia.

Sebastián le da una calada a su cigarrillo y continua hablando. Ánthony le escucha sin demasiado entusiasmo, a la vez que pasa las hojas del Bild en busca de la sección de deportes.

-Lo cojonudo sería tener cada uno su periódico particular, con cabida solo para las buenas noticias que uno quiere leer, con el horóscopo siempre a favor y el parte meteorológico anunciando un tiempo de puta madre. ¿No crees? Así, al menos, la felicidad nos duraría cinco minutos al día.

-¡Basler se ha lesionado para todo un mes!
Exclama Ánthony sin prestar demasiada atención a las palabras de Sebastián.

-¡Que le den por el culo, al Bayer lo que le sobran son jugadores!

Ambos quedan en silencio. Ánthony arroja el periódico a un lado del banco en el que se encuentran los dos sentados. Saca un cigarrillo y lo enciende. Ambos observan la fuente de piedra que hay delante de ellos. Allí dos hombres hacen fotos a una señora de melena rubia y nariz afilada. Ella sonríe y posa, masajeándose el pelo, parece divertirse mientras los dos hombres, van buscando distintos planos y posturas y le van indicando.

Sebastián mira por un momento a Ánthony.

-¿Alguna vez?...

Y la frase se queda ahí, interrumpida en el aire. Esta vez es Anthony quien mira a Sebastián.

-¿Qué?... ¿Alguna vez qué?

-No sé, se me ha olvidado lo que te quería preguntar.

El despacho se queda en silencio unos segundos.

-Bueno, no está mal, pero no me jodas que acaba ahí.

-Sí, acaba exactamente ahí. ¡Es genial!, ¿verdad?

Jonás sonríe, excitado por la expectativa del momento, algo acalorado después de la lectura de su guión.

-Es una jodida mierda Jonás, es una jodida mierda y no me digas que has estado siete meses perdiendo el tiempo con esta patraña.

Federico había sido durante diecisiete años su editor y se puede decir que técnicamente su amigo, pero lo cierto es que su rendimiento como escritor había disminuido de forma alarmante desde lo de su divorcio y la reacción de su jefe no era de extrañar.

-Mira Jonás, vamos a hacer una cosa, hoy tengo mucho que hacer. Márchate a casa, deja aquí el guión y vuelve pasado mañana.
Yo, mientras, voy a tratar de pensar en algo. Ya hablaremos entonces.

Jonas abandona el despacho sin hacer ruido, conoce bien a Federico.
Ya una vez dentro del metro, una anciana que va sentada a su lado le da unos golpecitos en el codo. Jonás, dando un pequeño bote, regresa de sus divagaciones.

-Perdone señor, ¿puedo hacerle una pregunta?

La señora continúa hablando sin que a Jonás le dé tiempo a reaccionar.

-Le voy a poner un ejemplo, si yo fuese su tía y usted mi sobrino y quisiera hacerme un regalo, ¿qué me regalaría?

Jonas vacila, algo aturdido, sonríe sin saber qué decir.
La mujer le devuelve amablemente la sonrisa y espera unos instantes la respuesta de Jonás. Una vez más, cuando éste ya se dispone a decir algo, la señora continúa diciendo:

-¿Sabe? Nunca me han gustado las plantas, pero todo el mundo me regala plantas.
Todo empezó hace casi cuarenta años. De recién casada, muchos de nuestros familiares y amigos, por alguna extraña razón, coincidieron en regalarnos una planta. Los regalos de boda suelen ser regalos caros así que aquellas plantas eran plantas enormes, muy caras o incluso exóticas. De esa forma, nuestra nueva casa en vez de un hogar como el de los demás, fue pareciéndose más bien a un jardín botánico o a un invernadero.
Al principio, traté de descuidarlas y olvidarme de ellas a propósito. No me hubiera importado que se hubiesen muerto todas, pero claro, la gente venía con frecuencia a visitarnos y ellos siempre preguntaban por su planta.
Poco a poco, para cuidar tantos tipos de plantas distintas, tuve que ir comprando algunos libros especializados. Los vecinos y todo el resto de la gente que fui conociendo desde entonces pensaban que yo era una apasionada de la botánica, de las plantas y las flores. Lo cierto es que, como digo, siempre las he odiado y sin embargo, he tenido que regarlas, cuidarlas y hasta hablar con ellas. Imagínese que mi marido, que en paz descanse, y yo, nunca pudimos irnos de vacaciones y verano tras verano, nos tocó quedarnos encerrados en nuestro piso, en la ciudad.
A partir de aquel momento hasta ahora no he recibido un solo regalo en mi vida que no sea tierra, fertilizantes, tijeras de podar, regaderas, libros de jardinería o alguna más de esas malditas plantas. Las vecinas, todavía, cada año, me siguen dejando sus plantas en mi casa cuando se van de vacaciones. Al contrario de lo que todo el mundo cree, aborrezco las plantas con toda mi alma, y no me importaría que todas las plantas del mundo fuesen de plástico.

En ese momento, cinco personas vestidas de paisano entran en el vagón y comienzan a pedir los billetes.

-Deutsche Bahn, inspección, ¿puede enseñarme su billete por favor?

Tobías se quita los cascos y revuelve sus bolsillos de mala gana sin decir una sola palabra. Finalmente, encuentra un carnet de color verde y se lo entrega a una señora de gafas que lo examina con aburrimiento.

-¿Monatskarte...? Ummm... Está bien, gracias.

Tobías vuelve a ponerse los cascos y continua observando a la señora del asiento de al lado que aún habla sin parar, y al señor de barbas, que la escucha, visiblemente aturdido, y sin decir una sola palabra. Al quitarse los cascos para buscar su Monatskarte, ha escuchado un poco de la conversación. La señora, según parece, lleva un buen rato dándole el coñazo sobre no sé que asunto de regalos, plantas y botánica. Pero el hombre aprovecha la interrupción de los controladores, se levanta y se despide, la siguiente parece ser su parada.
La señora se queda sentada con una media sonrisa en la cara, parece haber quedado satisfecha después de la conversación.
Frankfurter Ring queda atrás, la próxima parada es Milbertshofen y Tobías, a la vez que sube el volumen de su walkman, bosteza abriendo mucho la boca. Una joven de mirada lánguida y aburrida ocupa ahora el asiento de aquel señor de barbas.
Al lado de Tobías hay otra señora, esta parece bastante mayor, de mirada solemne y porte distinguido y arrogante. Parece una figurita de cera, pegada al Ibertren con una gota de Loctite en el culo. Está ahí, colocada como una pieza de museo, con sus ricitos blancos asomándose por debajo del sombrero y su bolso color café con leche. Viste una camisa con motivos dorados, a juego con el bolso, y desprende ese olor a sudor y a perfume de vieja.
Tobías apoya la cabeza al respaldo y comienza a relajarse con el traqueteo de la máquina. La luz, sesgada, a través de las ventanillas, va moldeando lentamente las formas a la vez que, con su tintineo, se crea la magia de un baile infinito de luces y sombras. Alrededor de la cabina, al ir atravesando la oscuridad de los túneles, el aire parece hervir y cobrar vida propia, transformándose en un mar de cálidas corrientes y hedores intestinales.
Al fondo, la figura de una joven con un bonito vestido de flores y el murmullo sordo de una pareja. Estos discuten afanosamente. Él medio calvo y con los cuatro pelos de detrás de las orejas recogidos en una ridícula coleta. Ella menuda, fea y tetuda, baboseando sin ganas la vainilla de un helado de cucurucho. Ambos permanecen de pie, agarrados a una de esas barras metálicas que siempre se llenan de huellas dactilares y de sudor de manos.
Ya únicamente faltan dos paradas para Hauptbahnhof, cuando por fin la chica del vestido de flores parece fijarse en él. Jörg ha estado durante casi todo el trayecto mandándole miraditas cargadas de intención sin ningún resultado visible hasta este preciso momento en el que ella lo descubre sin demasiada ilusión.
La joven es realmente bonita, labios carnosos, dentadura perfecta, es sumamente atractiva, como un anuncio de neón. Sus caderas venden moda de pasarela, su pelo champú con acondicionador, el escote de su vestido, cigarrillos americanos. Es un anuncio andante y parece también vender cara su atención.
Ésta es su parada así que se levanta con elegancia y abandona el vagón sin mirar a nadie. Con una de esas miradas perdidas y llenas de misticismo que se quedan vagando en la mente de uno durante minutos.
Jörg la observa desde el cristal de la ventana en busca de alguna buena oferta, pensando que sería capaz de ahorrar durante toda su vida, para poder comprar todo lo que ella ofrece.
Ella se agacha y se quita un zapato, así de forma natural y elegante, como lo haría una estrella de cine. Jörg queda hipnotizado, a la vez que siente como un escalofrío le recorre la espalda. Por un momento, le vienen a la memoria algunas imagenes de antiguas películas de Sofía Loren.
La joven se apoya sobre el suelo con el pie descalzo y se deshace del otro zapato. Las puertas dan un bufido, se cierran y el metro comienza a moverse de nuevo. La joven, al otro lado del cristal, echa a andar, descalza, contoneando sus caderas, con los zapatos de la mano. Jörg la observa hasta que desaparece junto con el alicatado de baldosines verdes, las escaleras mecánicas y el resto de la estación. El vagón se sumerge de nuevo en la oscuridad de los túneles y Jörg, ligeramente perturbado, permanece con su cabeza apoyada en la ventanilla.

Quince minutos más tarde entra en un café. Al fondo, sentado en una mesa pequeña y redonda, encuentra a Ánthony que le hace una seña con la mano.

-Eh, tío, ¿que tal?

-Bien, bien, ¿llego muy tarde?

-No que va, yo también he llegado tarde. Llevo aquí sólo cinco minutos. ¿Me traes las cintas?

-Sí, las tengo aquí. Te las he grabado anoche que por fin tuve un rato.

-Muchas gracias.

El Café se encuentra en el centro de la ciudad y en pocos minutos se ha llenado de gente. Jörg y Ánthony han terminado sus cervezas y continúan hablando:

-Bueno, pues resulta que cuando está eligiendo un cepillo de dientes, nota que el individuo ese que tiene a su lado se revuelve de forma extraña en el pantalón. Y cuando mira en esa dirección, se encuentra con que el pavo tiene la polla fuera. Sí, tío, en el supermercado.

Ánthony rompe a reír a carcajadas.

-No tío, no te rías, a mi no me parece gracioso. A mi novia un pervertido le ha enseñado la polla.

Ánthony, se limpia las lágrimas, y tratando de calmar su risa, dice a continuación:

- Bueno, un exhibicionista le ha enseñado el rabo a tu novia en la sección de droguería de un supermercado, ¿no?, bueno, bien, ¿y qué tiene eso de malo?, tampoco es un drama ¿no?

-Joder macho no te enteras de nada. ¿Es que no te das cuenta de la impotencia que siento al respecto? No consigo pensar en otra cosa.

-Jörg, creo sinceramente que estás exagerando. No creo que sea para tanto. Lo cuentas como si por ello tu novia te fuese a dejar o como si se te hubiese muerto alguien.

-Ánthony, tío, esto es algo serio. Si no puedo evitar que mi novia sufra este tipo de percances, ¿qué especie de novio soy? Al igual que ayer le ha ocurrido esto, mañana la puede violar un mendigo, o vete a saber.

-Vamos hombre, no me jodas, una cosa no tiene que ver con la otra. No es lo mismo un exhibicionista que un mendigo violador.

-Sí, ya, ¿pero qué jodido mundo es éste en el que no puedes dejar tranquilamente a tu novia, a tu hermana pequeña o a tu madre ir solas de compras o a dar un paseo al parque sin que un puto pervertido las acose con su polla enferma de enfermo mental?.

-Escucha Jörg, si en este país somos al rededor de ochenta millones de personas las que convivimos juntas, al menos la mitad somos tíos. Eso significa que no puedes obsesionarte con tratar de controlar que cuarenta millones de rabos permanezcan dentro de sus cuarenta millones de braguetas. Bueno, y a todo esto, ¿tu novia cómo lo lleva?.

-No, si ella apenas le da importancia...

-Oye Jörg, mira, no te preocupes más por esto ¿quieres? Gracias por lo de las cintas. Me tengo que ir, he quedado para ir al Imax y ya se me está haciendo algo tarde.

-Bien, vale, yo también me tengo que ir, hoy ensayo con el grupo.

Ambos salen del café y se despiden. Ánthony acelera el paso y consigue llegar al Deutsches Museum con el tiempo justo. Sebastian ha sacado ya las entradas y le esta esperando en la puerta. Ambos entran en la sala.

Tras la película, Sebastián y Ánthony deciden sentarse en un banco.
El Otoño empieza a hacerse notar, y los días, comienzan a ser cada vez más cortos. El Isar, crecido por las lluvias, arrastra la hojarasca dorada y las ramas desprendidas. Las nubes parecen engordar y apelmazarse formando un preñado manto de lana ennegrecida. El sol parece tener prisa por marcharse y en pocos minutos barre el horizonte tiñendo el cielo de heridas violetas.

Ánthony hojea un periódico y Sebastián, después de comentar algo a cerca del documental, enciende un cigarrillo.

-Menudo día más asqueroso he tenido hoy. ¿Sabes lo que pienso?, creo que existen tres tipos de días, al igual que existen tres tipos de casi todas las cosas. Existen refrescos grandes, medianos y pequeños. Semáforos en verde, naranja y rojo. Camisetas S, M, y L. Existen las buenas clasificaciones, los aprobados y los suspensos. Y por lo tanto, también existen tres tipos de días. Los días buenos, los días normales y los días de mierda.
Bueno, pues hoy he tenido un día de mierda. Bueno, el documental no ha estado mal, ¿no? …

Ánthony, sin desviar la vista del periódico, contesta de forma automática:

-Sí, los días de mierda son una mierda.

Sebastián continúa hablando concentrado en sus divagaciones, sin tomar en cuenta la escasa atención que le presta en esos momentos su amigo:

-Y pienso que los días buenos necesitan de los días de mierda y al contrario y que ambas clases de días se respetan así mismos aún a pesar de ser tan distintos. Y claro, dentro de estos tres tipos de días existen a su vez tres subclasificaciones. Porque los días buenos pueden ser días buenos, días muy buenos, o días de puta madre. ¿No crees?

-Sí, sí, de puta madre.

-¡Joder tío, no te estás enterando de nada!
No entiendo cómo puede haber gente que se lea de pe a pa el periódico. Con todas esas desgracias. Yo solo lo hojeo durante cinco minutos y acabo harto de tanta mala noticia.

Sebastián le da una calada a su cigarrillo y continua hablando. Ánthony le escucha sin demasiado entusiasmo a la vez que pasa las hojas del Bild en busca de la sección de deportes.

-Lo cojonudo sería tener cada uno su periódico particular, con cabida sólo para las buenas noticias que uno quiere leer, con el horóscopo siempre a favor y el parte meteorológico anunciando un tiempo de puta madre. ¿No crees? Así, al menos, la felicidad nos duraría cinco minutos al día.

-¡Basler se ha lesionado para todo un mes!

Exclama Ánthony sin prestar demasiada atención a las palabras de Sebastián.

-¡Que le den por el culo, al Bayer lo que le sobran son jugadores!

Ambos quedan en silencio. Ánthony arroja el periódico a un lado del banco en el que se encuentran los dos sentados. Saca un cigarrillo y lo enciende. Ambos observan la fuente de piedra que hay delante de ellos. Allí dos hombres hacen fotos a una señora de melena rubia y nariz afilada. Ella sonríe y posa, masajeandose el pelo, parece divertirse mientras los dos hombres van buscando distintos planos y posturas y le van indicando.

Sebastián mira por un momento a Ánthony.

-¿Alguna vez?...

Y la frase se queda ahí, interrumpida en el aire. Esta vez es Ánthony quien mira a Sebastián.

-¿Qué?... ¿Alguna vez qué?

Sebastián, por un instante, siente como si el tiempo frenara su marcha.
Su cuerpo se estremece y su rostro palidece en uno de esos instantes en que la vida parece perder su temporalidad ordenada y lineal y pensamos haber vivido ya anteriormente, en realidad o en sueños, un momento concreto y no escogido de nuestro presente actual. Su sangre parece detener su curso y trás el Deja vu, percibe algo así como una revelación.

Sebastián gira su cabeza en dirección a la de Ánthony, y mirándole profundamente a los ojos, continúa preguntando:

-¿Alguna vez, estando entre dos espejos, has probado a mirarte fijamente a los ojos?

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

COCO

COCO

Bellísimas formas se apoderan de mí esta noche, cuando el silencio es fértil y poderoso. Cuando el silencio habla por los dos, tú te muestras tan linda y yo te añoro aún antes de tus ausencias.
Invencibles los temblores de la pasión inesperada y el descubrimiento, cuando la noche graba nuestros nombres en sus mensajes estelares y nos premia con sus fragancias absolutas. Y el mar está aquí con nosotros, abrazado a la brisa que lo mece y le da vida, lamiéndonos de espuma y sal los pies descalzos.
La luna le susurra al mar un cuento, y tú y yo mi amor, somos los protagonistas. Porque nuestro pasado y nuestro futuro son la carne que nos ciega y nos acorrala, devorando así a dentelladas nuestro presente, nuestros nombres, nuestra cordura.

Bellísimas formas se postraron ante mí, y algo me detuvo. Parecido al miedo a pensar que quizá todo fue demasiado sencillo. Quisiera haberte tenido conmigo mucho antes. Quisiera no haber arruinado mi alma tan temprano. El viento ahora no nos susurraría amargos e injustos alegatos sobre nuestra infelicidad, y tú me preguntas:

-¿Sobrevivirás al infinito de mis lágrimas?

Y yo te besaré entonces, para devorarte como se devoran los animales, en silencio, ausentes de racionalismo y falsa poesía.
Nuestra verdad no nos pertenece. Nuestra verdad vive tan lejos de nosotros como lo hacen la tierra del cielo. Nuestra mentira no nos pertenece. Nuestra mentira son centímetros de carne entrelazada. Nuestros labios curtidos por el mar se buscan a ciegas. Yo me pregunto si eres mía, y tú, mientras, sólo puedes mirar hacia dentro, porque tu alma es un balcón con patio interior y muchas vecinas para espiar.

Cierra tus ojos y siente el escalofrío de caer lentamente. Te hará llorar. Llorarás, llorarás sin motivos. Llorarás sin saber muy bien porqué, y tu piel y mi piel, serán la piel de un mismo Dios. Siéntete música, canción de cuna, porque en realidad únicamente somos notas y acordes de la vida.

Bellísimas formas nos descalifican y nos restan arrogancia.
Sé que la luna es el ombligo de la noche y los lunares las estrellas de tu vientre hinchado. Porque, ¿sabes?, sólo deseo hundirme en tu vientre, acercarme a él y abrazarme a su miedo, a su inocencia, a esa fragilidad que nos une y nos separa.
No quiero discutir más contigo, malvender y ridiculizar más nuestros secretos. No sé quién nos enseñó a conspirar contra nosotros mismos, a traicionar nuestras promesas e ilusiones. Quiero cerrar los ojos y aprender a vivir de nuevo, y quiero que sea a tu lado y al de nuestro hijo.

Bellísimas formas se nos escapan, como la arena entre los dedos de un gigante, y nuestras carencias nos fatigan. No entiendo cómo pude hacer de ti, mi amor, mi enemiga.
No dormirá la noche si su cuento le llena de espantos, no dormirá la noche sin eternidad ni pactos. Pactemos pues una tregua, bebamos de nuestras grietas, construyamos juntos un templo de esperanza que nos enseñe el camino del no enfrentamiento.
Quizá nuestro amor nunca llegue a ser perfecto o infinito, como tampoco lo es el mar, acotado por orillas y montañas. Quizá tu vientre tierra, tu vientre agua, tu vientre fuego, tu vientre amor, recoja todo lo que el tiempo nos ha permitido reunir en la comunión de nuestras solitarias almas. Nada es fácil para ti, nada es fácil para mí, pero lo nuestro no puede morir si en el fondo nos amamos como lo hacemos. Unas pocas semanas más y nuestra ansiedad se consumirá por sí sola. Unos cuantos días más y nuestros ojos permitirán que nos volvamos a ver como antes.

Bellísimas formas y un nuevo pretexto para amarte, porque en realidad es lo único que deseo hacer. Porque la vida no entiende de estrategias anónimas, todas son personales y con nombres propios. Todas ellas son válidas cuando la misión principal es la felicidad.

Aquí junto al mar, mi amor, sellemos una tregua que nos permita respirar, no quiero vagabundear más en nuestro fracaso. Y tu me preguntas qué es lo que pienso, y yo guardo silencio y te beso despacio, mientras siento que estos instantes que nos rodean, esta noche, este mar y esta brisa atemporal, con su complicidad, nos han devuelto la visibilidad en el camino hacia la ternura y también una especie de esperanzadora plenitud.
Y tú me preguntas qué es lo que pienso, y yo únicamente consigo pensar en mi amor verdadero hacia ti y hacia nuestro hijo, mientras te observo tan preñada y tan hermosa, y al oído, te susurro:

-Mi amor, volvamos a casa.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

ORO

ORO

Uno, todo lo que toco lo convierto en oro.
Mi vejiga esta llena de ilusiones extranjeras, así que no pierdo el tiempo en averiguar a que huelen los días, el sabor de la piel de esas horas que no deseo compartir con casi nadie.

-!Que bien hueles!

Te resulto gracioso y me has confundido con otro.

¿Sabes?, Tu cara me suena. En todas las fotos del mundo sonríen niños con tu cara, niños rubios, niños morenos, niños gordos o flacos, niños sujetos a sus gafas o niños agarrados a adultos envenenados. ¿Te vienes a mi casa?

Esta historia es una locura, no debería continuar. Escribiré únicamente si me dejáis miraros y hablaros desde la cumbre de la felicidad, por encima de mis hombros bronceados por los flujos lunares del número dos:
Dos, todo lo que toco lo convierto en oro.
Aparcas el AUDI que te regaló tu papi constructor. Y quieres ser famosa, salir en la tele, haciendo o diciendo lo que sea. Te comerías todas las pollas que se interpusieran en tu sueño putrefacto. Sudemos más, manchemos felizmente tardes verdaderas demasiado limpias, estrujemos todos los sentimientos que se atrevan a llevarnos la contraria. Sonríe, no te vistas aun, no hables, únicamente sonríe y permíteme pintar de nuevo el sótano de tu corazón triste con mi brocha dorada. Prometo no descubrir tus secretos ni leer tus cartas. Tu diario me la trae floja. Resúmemelo todo si te empeñas, que yo me lo beberé después en un batido y en tan solo dos sorbos. Me beberé todas tus conversaciones de ascensor, tus patéticas conclusiones si tú me prometes que tu aburrida vida no me sabrá a plátano pasado. Odio el plátano pasado. Ya solo el olor a plátano pasado pesa en mi ánimo como una hormigonera. Me pides que te abofetee, que te haga daño. Te has dejado tus botas de boutique puestas. Me recuerdas a todas esas otras pijas, insulsas y vacías, a esas amigas tuyas, afiliadas a las pastillas y a la coca de los baños de esas discotecas de ciudad con nombres tan estúpidamente exóticos como burdeles colombianos.

¿Tres?
Tres, todo lo que toco lo convierto en oro.

-¡Me acostaría con todas vosotras en este virado en sepia que me producen las “Yellow”!

Grita un amigo mío lamiéndole la espina dorsal a una tía ahogada en garrafón de lujo. Me acostaría con todas vosotras por motivos tan variados como postres en un restaurante de cinco tenedores. Me acostaría con todas vosotras muy despacito, con mogollón de cariño. Os pediría perdón por cosas que desconocéis por completo, os leería textos inventados sobre vuestras espaldas de cisne enfermo. Os acariciaría con tacto de porcelana, os sedaría con besos de olvido. Bebería de vuestras lágrimas, comería de vuestras sonrisas como un vampiro triste.
Me visto y apago la tele. Huele a tabaco, alcohol y sexo. Te dejo desnuda en el sillón.

-¿Te vas a ir sin desayunar?

-Yo nunca desayuno.

Dos aspirinas y un cortado en un bar de viejos. Una pequeña tele anuncia la llegada de nuevas pateras a las costas del sur. Un sorbo, dos sorbos, tres sorbos, ¿y ahora? ...
Ahora vuelta a empezar. Ahora vomitemos la puesta de sol más bella para todos nuestros enemigos. Os quiero a todos. Os odio a todos. Vendréis a la puerta de entrada a darme la bienvenida con vuestras sonrisas de plástico, mientras yo, apoyado en la puerta de atrás, terminaré de beberme el licor milagroso de todas nuestras despedidas.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

EL ÚLTIMO TREN

EL ÚLTIMO TREN

Los martillos de la noche se sacuden la soledad y la cordura flagelada por los años, allá afuera, en la ciudad que hoy se vistió de alas por nosotros. Paralizados en su vía oxidada y mugrienta, tus sueños hablan de una ciudad distinta, con otra gente distinta, pero el único tren con un destino semejante al que tu deseas, arranca sin tí en estos precisos instantes.

"Olvídalo, que se vaya a la mierda, déjalo escapar, ven y sígueme."

Siente ese cosquilleo en tu pecho, ese ahogo de ser un semidiós sin aire que respirar. No hay palabras, no hay eternidad, escucha muy atentamente:

"Hoy ha nacido un lenguaje interior. Estás muerto, como todos y cada uno de nosotros, y ahora, yo soy el jodido dueño de todas las mentiras que tú estás dispuesto a creer."

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

LOLIN

LOLIN Voy a apretar de nuevo los dientes sin la intención de seguir espabilando esta historia muerta. El cascarón es demasiado estrecho y los bordes punzantes se me clavan en el costado. Todo el mundo está triste a mí alrededor, y yo, mientras tanto, trato de desaparecer cada día transformándome en cosas en las que antes nunca creí. El polen en flor vuela por los aires, lo inunda todo, y mis ojos y mi nariz se irritan sin remedio.

Lolín era una amiga mía del colegio. Íbamos siempre juntos a todos los sitios y recuerdo que también ella tenía una alergia terrible al polen. Lolín era una chica, pero jugaba al fútbol mejor que yo. Lolín era una chica, pero cazaba enormes lagartos verdes y encestaba triples.
Las chicas, en el colegio, acostumbran a jugar a la goma y a corretear histéricas por el patio. Piensan siempre en el día de los enamorados y en hacer a tiempo los deberes. Lolín parecía un chico. Lolín jugaba a las chapas, a hacer rabiar a las otras chicas, a la guerra de piedras, a subir a los árboles, al fútbol, y era cinturón naranja de kárate.
Yo, al principio, me apunté al equipo de futbito sin demasiado interés, y acabé siendo el portero. Lo cierto es que siempre pensaba en todo menos en lo que hacía en cada momento. Nada me interesaba lo más mínimo. Me dejaba llevar, siempre ausente, inmerso en mi propio mundo.
De niños deambulamos como marionetas sin función, nos movemos por ahí, cargando con todas nuestras preguntas y temores a cuestas, preguntándonos si estarán o no suficientemente limpias las manos que, desde abajo, nos mueven y nos dirigen.

-La función va a empezar:

El colegio, moscas en la ventana, bocadillos de tulipán y chorizo, Lorenzo, pepinillos y cebolletas, el equipo A, las Navidades en Puente Viesgo, sed, polvo, ortigas, el Capitán Trueno, aquellos niños perdidos en un laberinto, charcos, los deberes, el miedo a los médicos, alubias y pescado, Informe Semanal, la fiebre, divisiones, cumpleaños, cubatas de ginebra para mi madre, La historia interminable, papel cuadriculado, los helados de Petri, dolor de anginas, películas de vaqueros, raíces cuadradas, pipas saladas, mi tía Eva, peonzas, filetes de hígado, por la tele niños como de mentira en Etiopía, Asun, el dolor de rodillas por el crecimiento, David, las largas horas de recreo, El coche fantástico, la loción antipiojos, las heridas en las rodillas, Hugo y su Spectrum con teclas de goma, los domingos de kiosco, los abuelos, el accidente de los abuelos, mi padre sin sus padres, el comedor del colegio, El planeta imaginario, la lluvia, Juli la profesora, el miedo a la muerte, Canción triste de Hill Street, Togi, las canicas de colores, los intoxicados por la colza, la casa vieja, V, las aburridas clases de natación, los pepitos de chocolate que compraba papá para después de las aburridas clases de natación, los veranos en Puente Viesgo, más cumpleaños, Josefina y Bea, baños en el río, el anti piojos, La bola de cristal, el Cattos y el Artesa, el mal sabor de las lentejas, El increíble Hulk, Jorge García, el miedo a la oscuridad, El Comando G, golosinas, frío, Soco, E.T, petardos, vasos de leche, tía Tere, escritos en el diario, el señor don Ángel, Momo, soldados de plástico, caligrafía, Jorge Redondo, el cinematógrafo, los domingos en el campo, agua estancada, el carnaval, las mellizas, lagartos verdes, el Un, dos, tres, la playa, contar con el abuelo los carros de hierba de camino a la playa, el olor del Visvaporú, Henry, el miedo a que las cosas cambien, Alberto y sus inyecciones de insulina, aquel chandal siete días a la semana, recoger la cocina, el miedo a quedarme solo, el miedo a crecer, el peso de todos los miedos, Lolín, Lolín y su alergia al polen.

Antes de Lolín yo jugaba en el equipo de mi colegio al futbito. Nadie quería ser el portero, yo sí. En la portería, no tenía que estar todo el tiempo corriendo detrás de aquella estúpida pelota y disponía de más tiempo para mis divagaciones. Era mejor esperar allí y tratar de desbaratar las jugadas del contrario.
Yo tenía un traje azul y negro como el de Arconada y unos guantes de portero cuando no me los dejaba antes olvidados en algún sitio.
Creo que, a pesar de mi falta de interés, tenía un don especial para la portería. Lo paraba prácticamente todo, y los padres que nos iban a ver me aplaudían a rabiar.
El único problema eran mis gafas, bueno, mejor dicho, mi único problema eran mis cuatro dioptrías en cada ojo. Era el portero y el único del equipo con gafas.
Tenía la tediosa manía de destrozar unas gafas por partido, y no rompía más porque no solía tener de repuesto. Cuando las gafas se me rompían de un balonazo ya en la segunda parte, no era tanto problema, pero, cuando me las reventaban nada más comenzar, después no me quedaba otro remedio que parar a ciegas todo el resto del partido.
Pero no todas las veces paraba los balones con la cara, a veces también me daban balonazos en los huevos. Todos me aplaudían muchísimo, y yo, mientras, en el suelo, me retorcía de dolor.
Como sólo veía el balón cuando éste ya estaba demasiado cerca de mí, había desarrollado unos grandes reflejos. Pero siempre llegaba algo tarde, y era por eso que nunca acertaba a parar los balones con las manos.
A veces reservaba mis gafas para la segunda parte, que era cuando se resolvían los partidos. En la primera me freían a balonazos, pero de esta forma, al menos, podía ver algo de lo que ocurría en la segunda.
Los dos primeros años fueron los mejores, aun a pesar del dineral en gafas y el dolor de huevos, pero, al tercero, todos éramos ya más mayores y los balonazos comenzaron a ser mucho peores. Finalmente debí de cogerle miedo al balón y ya todo fue un desastre.

De pequeño observaba el cielo y las plantas y también a las hormigas y a todos los demás insectos. Me gustaba recrear grandes batallas entre los bichos, y con los hormigueros, me lo pasaba especialmente bien. Yo era un gigante, un humano monstruoso que aterrorizaba a toda una ciudad. Aplastaba con el pie a varias de ellas, y el resto, se volvían como locas entrando y saliendo de su hormiguero. Me gustaba simular sus voces:

-¡Nos atacan! ¡Corred, poneos todas a cubierto…!

-¡Hormiga Dios, sálvanos... Nos van a matar a todas! …

-¡Yo no quiero morir, tengo mujer hormiga y tres hormiguitas! …

-¡Estoy herida, he perdido una antena, que alguien me ayudeee!...

Después, al irme, me imaginaba como el protagonista del informativo de las hormigas:

-Buenas noches, hoy comenzamos nuestro espacio informativo con la triste noticia de la nueva matanza ocurrida en una de las poblaciones de Hormigafrágima del Norte donde más de una veintena de ciudadanas han perdido su vida, y cerca de una docena han sido heridas por el ataque de un humano asesino con gafas.
Nuestra hormiga reportera se ha desplazado hasta el lugar donde…

Algunos años más tarde llegó Lolín a nuestro colegio. Lolín tenía una hermana más pequeña y una madre con muchos problemas, del padre nunca supe nada. Creo que ella tampoco. Desde el principio nos caímos bien y empezamos a ir juntos. De Lolín recuerdo sobretodo eso: el Kárate y su alergia al polen.
Animado por ella, me apunté, unos años más tarde, también a Karate, y después de un tiempo, llegué a ser cinturón azul.
Recuerdo que el primer día, no sé por qué razón, me pusieron con los pequeños. Yo estaba nervioso y me sentía ridículo y extraño con ese karategui blanco. Hicimos media hora de calentamiento, y después, el profesor nos mandó colocarnos en filas. Lo cierto es que, además de nervioso, me sentía realmente fuera de lugar entre tanto kimono y tanta palabreja en japonés. En aquel gimnasio olía insoportablemente a pies y a sudor, pero nadie más que yo parecía apreciarlo, o al menos a nadie parecía importarle. Yo, mientras, no dejaba de pensar en la peli de “Kárate Kid”.
Hicimos el primer ejercicio de patada, y después el siguiente y otro, mientras yo, perdido como un cura en un burdel, trataba de imitar los movimientos de esos niños que me rodeaban por todos los lados con sus cinturones de colores. Entonces fue cuando ocurrió. El siguiente ejercicio era una patada giratoria hacia delante. Primero la hizo despacio el profesor, y detrás nos tocaba repetirla deprisa a nosotros. Dio la orden, y yo, sin ni siquiera darme cuenta, mandé de un patadón a casi tres metros de mí a la niña que tenía enfrente. Yo nunca había levantado tan alto las piernas y no era consciente de hasta dónde podía alcanzar. La niña, por supuesto, comenzó a llorar como una histérica, y todos se me quedaron mirando con caras extrañas. Recuerdo que enrojecí como una piruleta y deseé que me tragara la tierra.
El profesor necesitó varios minutos para calmar a la niña, e inmediatamente después, se volvió hacia mí.

-Muchacho, tú eres el que debe controlar tus piernas y no al contrario. Continúa trabajando.

Al siguiente día ya estaba con los mayores.
La verdad es que yo nunca he sido el mejor en ningún deporte, y pienso que quizás fuese porque siempre me cansé demasiado pronto de todos ellos.
Estuve apuntado a casi todo: un año en atletismo, tres en natación, otro en baloncesto. Hice un par de cursillos de tenis y jugué al béisbol, balonmano y boleyball. Pero lo del kárate fue gracias a Lolín, que me animó siempre desde el primer día en que la conocí.
En el comedor, teníamos casi tres horas libres para jugar en el patio, y muchas veces, jugabamos Lolín, Jorge García y yo juntos.
Un día en el que estábamos cogiendo fruta de los árboles y Lolín estaba subida a un peral, ésta nos sorprendió a Jorge y a mí asomados a la abertura que, desde abajo, se podía ver en su camiseta. Con cierta dificultad, se podía apreciar la forma de sus dos adolescentes pechos. Recuerdo que Jorge y yo nos reímos mucho y que ella, sin bajarse del árbol, nos llamó capullos y no le dio demasiada importancia.
Lolín y yo pasábamos horas y horas juntos cuando las horas eran largas como semanas, según esa percepción infantil del tiempo, y supongo que fue mi mejor amigo durante varios años; después, de alguna forma, no recuerdo tampoco cómo, desapareció de mi vida.

Una tarde, ya muchos años después, volviendo de la Universidad, me la encontré por la calle Santiago. Lolín tenía el pelo teñido medio de verde, desaliñado y de punta, y su aspecto era sucio y bastante lamentable. Llevaba cadenas y pendientes por todos los lados, unos pantalones manchados de lejía y una visible cojera. Quise alegrarme de verla, pero no sentí más que un conato de intranquilidad.
Nos saludamos y me contó que, un par de años atrás, había tenido un accidente por el cual había perdido la movilidad de una de sus piernas. También, cómo finalmente la tuvieron que colocar quirúrgicamente media rodilla de metal.
Lolín me acompañó hasta la parada relatándome todos y cada uno de los detalles de su operación, y una vez allí, sacó un pañuelo. Se sonó delante de mí, y sonriendo, me dijo:

-La alergia, ¿recuerdas?

Al encontrármela, yo sólo tenía un viaje en el bonobús y cuatrocientas pesetas, al regresar a casa en el autobús, únicamente me quedaba una especie de amarga melancolía.
Yo sabía perfectamente que mi dinero, a pesar de todo lo que ella decía, no la iba a ayudar en absoluto, y recuerdo también que, apoyado en la ventanilla, de camino a casa, me pregunté si la vida, realmente, trataba por igual a todos los niños y niñas.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

RABEL

RABEL

Una vez, conocí a un tipo que coleccionaba sonrisas. Era un chaval rubio de ojos tristes, con cara de chaval y manos de chaval y piernas de chaval.
Verano o invierno, siempre llevaba puestos unos pantalones cortos hasta las rodillas, una gorra de tela, como esas que utilizan algunos pescadores, y una cámara de fotos. Era una de esas cámaras de plástico, sencillas, en las que sólo hay que apretar un botón y ya está.
La gente, en el barrio, no sabíamos exactamente dónde vivía o si tenía una familia o algo así. Únicamente se le veía, a veces, pasear por los parques y atravesar las calles de aquí para allá con su cámara de fotos barata, hablando con alguien, o si no, silbando siempre fragmentos del Bolero de Rabel.
Él no hablaba demasiado de sí mismo, sin embargo, hablaba sin parar. Muchas veces recitaba de memoria los versos aprendidos de algún libro de Machado o de cualquier otro poeta con nombre propio, o las noticias del día, leídas del periódico y aprendidas de memoria, palabra por palabra.
La gente aseguraba que nunca nadie le había visto sonreír, y que por las noches, al igual que por el día, se paseaba silbando por las calles desiertas, porque no necesitaba dormir; y también, que sabía interpretar el lenguaje de los animales y el de los seres inertes, y a la vez, hablar en más de siete idiomas distintos.
Nadie sabía su verdadero nombre, pero alguien, un día, supongo que por lo de que siempre andaba silbando el Bolero de Rabel, debió de empezar a llamarle así, de ese modo, Rabel.
Muchos le trataban de loco, pero en general, resultaba ser un personaje curioso y simpático. Y aunque él nunca sonreía, siempre te miraba fijamente con aquellos ojos quebrados y profundos, y al hablar, de alguna misteriosa forma, era capaz de manipularte con sus palabras para robarte una inevitable sonrisa e inmortalizarla con su cámara de fotos.
No parecía tener más de veinte años y, sin embargo, nadie podía asegurar que no tuviese treinta o cuarenta, porque la naturaleza serena y pálida de su rostro, parecía estar dispuesta a mentir siempre, y su voz, densa, poderosa y embriagadora, parecía flotar por encima de las demás voces.
Y así, se le podía ver, con su cámara, un día tras otro, de aquí para allá, robando amablemente sonrisas a la gente de la ciudad, con su semblante melancólico e inmortal, y su voz, como enjambre de palabras, mariposas de neón, a su paso, sobrevolando todas las cabezas del mundo.

Un día, a la salida del metro, me lo encontré junto a un grupo de personas que rodeaban una especie de bulto. Parecía tratarse de un accidente, un atropello o algo así y decidí acercarme para averiguar lo que había ocurrido.
Hasta aquel día, yo sólo había hablado con Rabel en una ocasión, y al ir acercándome al lugar, fui recordando lentamente nuestra conversación.
Aún no era noviembre y, sin embargo, la ciudad ya se arropaba bajo unas espesas e inmaculadas sabanas de blanca nieve. Era media mañana, y el cielo, por fin, después de tres días de tormenta gris, ventisca y oscuridad, comenzaba a clarear. El sol, titubeante, jugaba a asomarse tras las nubes para, lentamente, transformar en gotas de agua los cúmulos de nieve.
Sentado en la parada del bus, aprovechaba yo la espera para leer un poco, cuando entonces, oí su voz al otro lado de la acera.
Había oído hablar mucho de él, pero hasta aquel momento, aún no le había visto más que de lejos en un par de ocasiones.
Dos ancianos parecían haberle preguntado sobre el pronóstico del tiempo, y él los fotografiaba sonrientes, a la vez que les informaba, de memoria y textualmente, sobre lo que meteorológicamente iba a acontecer en los próximos dos días.
Fue entonces cuando se fijó en donde estaba yo y, sin despedirse, cruzó la calle y se plantó ante mí.

-Hola Rabel, ¿Vienes a robarme una sonrisa?

-La ley prohibe a los hombres hacer lo que sus instintos les inclinan a hacer, de ahí se sigue, que si existen leyes contra el robo, el asesinato y el estupro, entonces es que el animal humano debe ser estuprador, homicida y rapaz.
¿Cuál es tu nombre?

Sonreí ante su respuesta y al ir a decirle mi nombre, me sorprendió con el flash de su cámara.

-¿Que haces después con todas estas fotos? Le pregunté sin responder yo a su pregunta.

-A veces las palabras son más veloces que los cuerpos, que los nombres, que los días. Mi cuerpo es dueño sólo de sí mismo, pero no de mis palabras. Mi pensamiento y mis palabras son como una pareja que se aman pero no se entienden, y se limitan a seguir juntos únicamente por respeto a sus hijos.
Mi cuerpo es el hijo de lo que de verdad soy y algún día dejaré de ser, porque algún día moriré, como tú, como todos nosotros, aunque mientras tanto, mis palabras seguirán descubriendo momentos verdaderos con antelación.

El autobús abrió sus puertas y me tuve que despedir con prisas, de forma que le dejé allí, mirando hacia el cielo desde el objetivo de su cámara.
Le había vuelto a ver en más ocasiones después de esa, pero, como digo, no volvimos a hablar.
Ahora me lo encontraba de nuevo, allí, a la salida del metro, con sus pantalones cortos y su gorra de tela.
La gente, también como yo, acudía al lugar atraidos por el morbo y la curiosidad.
Desde lejos, por un momento, al ver el bulto entre las piernas de la gente, creí que habían atropellado a un perro. Allí, sin embargo, yacía el cuerpo desarticulado de una niña. En la cabeza, a la altura de la oreja izquierda, entre la melena, tenía abierto un boquete negro del tamaño de una manzana, y sobre el suelo, desde la calzada hasta la acera sobre la que se encontraba, se veía un reguero de sangre y sesada.
La gente murmuraba diversas especulaciones sobre lo ocurrido, y Rabel permanecía allí, delante de todos, mudo, paralizado, pálido como la leche, temblando y con los ojos clavados en los de la niña.
Entonces me fije. La niña parecía mirarle a él, con sus ojos saliéndose de sus órbitas, trémulos, vacíos, siniestros.
De inmediato aparecieron una ambulancia y dos coches de policía y nos echaron a todos de allí. Aquel día fue la última vez que volví a ver a Rabel.
De alguna forma misteriosa desapareció del barrio durante casi dos meses y nadie supo nada más de él, hasta que un día, finalmente, lo encontraron en un pequeño apartamento en la parte baja de la ciudad.
La policía dió un comunicado en el que explicaban, sin demasiados detalles, cómo lo encontraron un martes, alrededor de las seis de la tarde, muerto sobre una cama.
De las paredes del cuarto colgaban cientos de fotos, todas ellas con distintos planos de gente sonriendo. Algunas eran planos generales, las que más, primeros planos, otras únicamente la boca en forma de sonrisa. Las fotos empapelaban todas las paredes y el techo del apartamento.
La gente, por ahí, además aseguran que le encontraron desnudo, boca arriba, y que en la mano, sostenía la foto de la sonrisa de una niña. Dicen que era la foto de la sonrisa de la niña atropellada, y que él la sujetaba contra su pecho inerte. Aseguran además, que en su cara inerte, extrañamente, se dejaba ver, por vez primera , el esbozo de una sonrisa.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

AMIGO DESTINO

AMIGO DESTINO Siempre he pensado que mi vida no es más que el relato de un escritor. Siento cómo su maldita pluma salpica tinta por todas partes.
Un buen día decidí ponerle un nombre, y desde entonces, le llamo Destino. No es un nombre muy original, pero nada en aquel día en realidad lo era.
No sé si es un escritor mayor o joven, experimentado o un simple aficionado, pero puedo sentir cómo mis días dan forma a su estilo y letra. Hoy, sin embargo, me he parado a reflexionar en lo egocéntrica que resulta esta teoría.

¿Es acaso un escritor universal? ¿Escribe entonces las vidas de cada uno de los habitantes de este maldito planeta?

No sé si cada uno de nosotros tiene un escritor personal o esto es algo que únicamente me sucede a mí, pero lo que está absolutamente claro es que mi vida está siendo escrita por alguien. A veces no parece tener demasiadas ganas y escribe poco, y otras, por el contrario, escribe de forma frenética y sin parar, como aprovechando momentos de inspiración. Destino es mi escritor particular y mi confidente. A veces, en un sueño, me adelanta algún acontecimiento, o si no, me sorprende poniéndome a prueba de nuevo. Aún no sé a ciencia cierta de qué tipo de novela se trata, drama, comedia romántica, suspense, aventuras… No importa. Conmigo nunca escribirá un best seller. Y es que es una verdadera lástima que mi amigo Destino, en realidad, siempre haya querido ser un psicópata en serie en vez de un vulgar escritor.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

PECES MUERTOS

PECES MUERTOS Mi voz provenía del eco de una gruta ancestral, y todos los que esta vez existían en lo que ahora soy, se reunían en una iglesia. Esta vez mi chica era del Opus, y yo iba aprovisionándome de miguitas de pan, aun antes de contar con un camino seguro, una senda por la que dirigir mi vida.
Mi padre me observaba con mirada atenta, acariciando con guantes de ausencia ese ambiente enrarecido de humedad e incienso, mientras su alma se columpiaba sobre las túnicas blancas. Pero mis manos estaban heladas y la ceremonia transcurría al margen de mi mundo, como una película tras un escaparate, en varios televisores a la venta. De alguna forma, me sentía integrado en una estructura absurda y endeble que me mantenía alejado de todo, alejado de mí mismo.

-¡Felicidades, el viento de mi feudo te ha arrancado las cejas y el pelo, pero tus miguitas siguen intactas sobre el camino! ¡Me gusta tu forma de trabajar y la forma en la que se te puede exprimir tu cabecita de rico y jugoso limón!

En la tele nos venden vino de raíces muertas para no despertar nunca y todo va de maravilla. Los días pasan y no hay guerras para ganar o para perder, aunque nuestros sueños pasen las noches en la camas de otros.
Esta vez mi chica es del Opus y yo comparto cosas sencillas con ella. Sólo verla cada día me hace feliz. Escuchar su voz dulce, imaginar la restauración de mi alma con la bendición de cada uno de sus besos. Y estamos todos en esta iglesia. Yo también, porque mis miguitas, alineadas, forman un supuesto camino de prosperidad y sensatez profesional.
Todo parece ser una bonita historia, quizá una historia de amor, pero los finales felices son sólo para los guionistas de Hollywood.
Ahora mi padre parece estar ausente, ha dejado de observarnos y posa abstraído ante la pila del agua bendita. Me acerco despacio y le pregunto en un susurro:

-Papa, ¿que haces?

-He visto a tu madre. Es un pez.

El cura calla de repente y se rasca la nariz. El cura se ha resfriado, al igual que aquellos inocentes niños de anoche. El aire acondicionado de su despacho depura y refresca el ambiente y se lleva el calor, el sudor, las lagrimas y la inocencia infantil a otra parte. Pero ahora, este cura se ha resfriado y de un violento estornudo, así sin más, manda mis preciadas miguitas a tomar por el culo. Mi vida se descompone. Nadie se da cuenta. Pierdo la Fe de un golpe. Los clavos de la gran cruz ceden y el Crucificado cae de bruces a las espaldas del cura. Los mismos clavos vuelan por la iglesia en mi busca para atravesarme violentamente el corazón.
Todos me miran, y yo, mal herido, sobrecogido por el dolor, no puedo por menos que gritar un mecagüendios, para el asombro de todos los allí presentes.

El cura palidece, y mi chica del Opus se lleva las manos a la cabeza. Mi padre, mientras, se transforma en un pez dorado y salta a la pila del agua bendita. El Unigénito, derribado, en el suelo, envuelto en sangre, parece divertirse. Ríe escandalosamente y grita:

-¡Dejad que los niños se acerquen a mí!

Arrastrándome, mientras todo el mundo allí dentro grita como una manada de cerdos electrocutándose en un matadero, consigo llegar a la puerta y abandonar el lugar. Ahora mi padre tiene branquias y yo camino solo y mal herido bajo la oscuridad de esta noche. He perdido mi Fe, mi trabajo, he perdido a mi chica del Opus, he perdido mi escasa reputación, y lo que es definitivamente peor, la manera de regresar a casa.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

BESO DE PAPEL

BESO DE PAPEL

Violeta eres, en cada beso de papel.
Esta es la semilla venenosa, la bendición mortal de cada una de tus balas perdidas.
Me cuesta odiar, pero lo hago a veces, siempre bajo la grotesca inercia de los días que se extinguen, quebrados de sentido.

Y tiene que haber algo así, en cada mañana rota, cúmulo infinito de caras aburridas tras nuestras puertas con llave. Cuelgan de un tendal universal nuestras almas sucias e impregnadas. Y tiene que haber algo así, para que por fin aprendas a sortear las zancadillas, aunque éstas sean de piernas como tanques. Y no me preguntes más que significa todo lo que no entiendes, porque parecemos dos caballitos de mar a la deriva y porque, simplemente, no quiero entender el significado de todo lo que preguntas.

Violeta imposible. Y ya nadie nos escucha.
Hay tantos agujeros sangrientos en nuestro corazón como días vacíos en el cargador. Pero yo nunca pretendí ser faro único en cada una de tus noches sin luna. Y tiene que haber algo así, hoy que me apetece trasnochar y sentirme inmortal e imprescindible, hoy que tu sonrisa más bien parece una fractura, y yo corro a esconderme en el subsuelo de mi cuarto, por si de nuevo lloviesen cuchillos del cielo de tu boca.

-¡Shss !... ¡Calla! ¡No hables! No digas nada. No preguntes más. Porque yo ya no estoy aquí, y en realidad, nadie nos ha preguntado.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
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ALMENDRAS

ALMENDRAS De oca a oca y tiro por que me toca, un seis y me iré directo al calabozo. Tengo sin embargo cinco posibilidades para seguir comiendo paté de primera clase. Cinco números para seguir escuchando finales de historias que aún no han comenzado, para imitar con el corazón el ritmo de un piano demasiado nervioso y sucumbir a una noche más delante del ordenador.
Una vez tuve un amigo que tenía una madre. Eso no resulta peculiar ni mucho menos, de hecho todo el mundo que yo conocía por aquel entonces tenía al menos una. Pero este amigo tenía una madre muy especial; cada tarde, antes de mandarnos de nuevo al parque, aquella señora nos preparaba almendras garrapiñadas y nos las repartía por igual como si del legado de dos buenos hermanos se tratara.
Cada día, tras la escuela, nos montaban en un autobús que nos repartía a cada uno, parada por parada, de vuelta a casa, junto con nuestro bocadillo y nuestros dibujos animados.
Si la tarde era buena, a veces, podíamos aplazar nuestros deberes y Asun, la chica que nos cuidaba, nos llevaba a mi hermana y a mí a la Plaza San Juan donde me solía reunir con los mismos chavales de siempre.
Lo primero que hacía nada más llegar, era subir por las escaleras a la casa de mi amigo. Aún recuerdo la excitación que me provocaba aquel olor producido por el azúcar caramelizándose sobre el fuego. Siempre encontraba la puerta de la casa ligeramente entornada, y en la cocina, al entrar, a aquella mujer mayor y su acostumbrado beso de recibimiento en la frente:

-¿Qué tal en el colegio?

Y sentados en una banqueta esperábamos con impaciencia las almendras.
Yo en aquella plaza, cada tarde, me dedicaba casi exclusivamente a extraviar diferentes objetos:
Mi balón nuevo de reglamento, el monopatín de competición, el saquito de canicas, unos zapatos negros, unos guantes de portero, aquella colección de marionetas de Barrio Sésamo…
Además de perder cosas y, posteriormente, llorar por ellas, también jugaba a las chapas y a las peonzas. Pero cuando también perdía mi peonza o nos daban algo de dinero, comprábamos petardos en el kiosco de la señora Rosa para saciar nuestro sadismo infantil haciendo explotar escarabajos, gusanos y todo ese tipo de bichos.
No recuerdo la última vez que subí por aquella escalera. Ni recuerdo cuando fue la última vez que comí de aquellas almendras. Supongo que todo transcurrió con bastante normalidad, pero el caso es que llevábamos varios meses ya sin subir a la casa.

Una tarde de otoño el cielo amenazaba con diluviar, mientras mi amigo y yo, reventábamos una lagartija atándola viva a uno de los petardos de la señora Rosa. En cuclillas, observando los pedacitos del animal esparcidos entre la arena, mi amigo se puso a llorar, y sin levantar la vista del suelo, exclamó:

-Mi madre esta muerta.

En un instante anocheció, perdí mi bufanda nueva, comenzó a llover y Asun nos llevó de vuelta a casa.
Una vez allí, cené, y esa vez, sin llorar como era costumbre por lo que había perdido, me metí en la cama.
Mi amigo ya no tenía madre, y yo, en realidad, no era capaz de comprender lo que, en sí mismo, todo aquello significaba.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

SENTADO EN EL LABERINTO

SENTADO EN EL LABERINTO Sentado en el laberinto, miro a un punto fijo sin mirar, espero sin esperar y cuento los minutos, los segundos, las horas y los días con una calculadora de bolsillo.
En el laberinto, hay rosas de muchos colores, pero todas pinchan. Y hay desgraciados desparramados por los bancos, que beben cerveza de lata ya desde las siete de la mañana. Uno se levanta con desgana para ir a trabajar, con el estómago aún encogido, y se los encuentra abriendo ya la primera. A la vuelta, siguen aún en el mismo sitio, así, como si el tiempo no pasara, ebrios, alborotando como chiquillos.
Ahora cuento con mi calculadora los trabajos en los que no me gustaría trabajar y utilizo las centenas y los millares, mientras, los pájaros pían confundidos sin saberse sus propias canciones.
Aquí sentado, me gusta observar a la gente e imaginar sus vidas. Aquí sentado, me gusta imaginar a la gente y observar sus vidas. Aquí sentado, circulan delante de mí, todas esas vidas silenciosas, gentes con prisas en los bolsillos, gentes sin rostros peculiares, sin respuestas, ni mensaje.
Llueve sobre y bajo el telón gris de los días, lluvia amarga que cala desde arriba, y desde abajo. Llueven lágrimas de ciudad por los cuatro costados, y los autos sacuden su ira en tormentas ficticias, rasgando silencios. Las ambulancias y la policía de sirenas estridentes deambulan, fugaces, buscando desgracias y vidas consumidas y moribundas.
En el laberinto hay mafias rusas, mafias chinas, turcas, albanesas e italianas. Hay tantos por cientos, pizzerías, tagesmenü a diez marcos, autobuses que llegan con retraso, jóvenes prostituidos por la telefonía móvil, locales de alquiler, turcos pobres con BMWs caros, animales domésticos, kebabs, McDonalds y terrazas llenas de jarras de cerveza a cambio de monedas y billetes que van y vienen en transacciones calculadas y aburridas.
Sentado en el laberinto, cierro los ojos e intento dormir un poco, con la intención de recuperar las fuerzas perdidas. Más tarde podré seguir buscando un instante, una sensación verdadera, un pedacito de felicidad con forma de puerta de salida.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

LA CONFESIÓN

LA CONFESIÓN Hoy voy a decir toda la verdad.
Cuando aprobaba por los pelos y ocupaba mi tiempo en clases particulares, cuando callaba como si no supiese de que hablabais, cuando hacia ver que perdía el tiempo con bobadas irrelevantes, cuando me paseaba con supuestas novias todas ellas guapísimas, cuando escuchabais mis comentarios de machote, era todo simulado.
EN REALIDAD SOY UN EMPOLLÓN GAFOTAS Y ADEMÁS SOY GAY.
Puedo demostrarlo. PULSA AQUI
Solo era cuestión de tiempo.

LA CONFESIÓN

LA CONFESIÓN Hoy voy a decir toda la verdad.
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ORDEN

ORDEN Amigos, por fin puse orden en el ESCONDITE y ya están todos los artículos clasificados. Podéis ir encontrando escritos de mi primer libro de relatos cortos "El sendero de la oveja negra" (1997). Voy colgando también escritos de mi último libro de relatos cortos "Al final del arco iris", y como no, artículos de actualidad y nuevos escritos todos ellos ordenados a vuestra derecha en TEMAS. Ahí encontrareis además la crónica de mi viaje del año pasado a Hollywood y el escrito "Dieuwke", que como veis, va por capítulos. También hay alguna crítica de cine, mi biografía y más abajo, en LINKS, tenéis acceso directo al visionado de mis dos últimos cortometrajes en cine:
"El Sueño del Caracol" (2001) y "El laberinto de Simone" (2003)
Que disfrutéis y abrazos para todos.
Iván

DIEUWKE (II)

DIEUWKE (II) Los árboles se abrazaban por encima de nosotros, en la oscuridad.
Caminábamos demasiado deprisa, como fustigados por la tensión y los nervios.
Recuerdo aquel calor en las sienes, el temblor en las piernas, el hormigueo de la excitación. Por un momento cerré mis ojos y los volví a abrir con el fin de comprobar y demostrarme que aquello no se trataba únicamente de un sueño. Me hubiera pellizcado, hubiera gritado de entusiasmo. Deseaba congelar aquella sensación de algún modo, pero sin entorpecer la magia del momento.
Ya llevaba un año saliéndo con Esther, estrechando sus pequeñas manos, descubriendo su voz, sus gestos, mirando a través de sus ojos, jugueteando con su rizado pelo. Ahora, sin embargo, me dejaba arrastrar por una mirada distinta. Me dejaba camelar por la curiosidad, el deseo, la naturaleza de aquellos nuevos gestos, me dejaba guiar por una voz extranjera.
Nada parecía estar ocurriendo sin ningún motivo concreto. Me estaba engañando a mí mismo al pensar que sería capaz de controlar todo aquello. Me sentía como el protagonista de una película que aún no había visto. Paseábamos en silencio, como dos personajes impotentemente abocados a un destino común, a un rumbo inamovible y concreto. Todo ocurría como ya estaba escrito, como tenía que ocurrir. La miré de reojo, ella estaba tan nerviosa como yo, preciosa con su chubasquero rojo. Y entonces lo entendí todo. Ahora yo debía frenar nuestra marcha, situarme delante de ella, mirarla a los ojos y besarla por primera vez.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
©-N333042/00

LA CONFESIÓN

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DIEUWKE (II)

DIEUWKE (II) Los árboles se abrazaban por encima de nosotros, en la oscuridad.
Caminábamos demasiado deprisa, como fustigados por la tensión y los nervios.
Recuerdo aquel calor en las sienes, el temblor en las piernas, el hormigueo de la excitación. Por un momento cerré mis ojos y los volví a abrir con el fin de comprobar y demostrarme que aquello no se trataba únicamente de un sueño. Me hubiera pellizcado, hubiera gritado de entusiasmo. Deseaba congelar aquella sensación de algún modo, pero sin entorpecer la magia del momento.
Ya llevaba un año saliéndo con Esther, estrechando sus pequeñas manos, descubriendo su voz, sus gestos, mirando a través de sus ojos, jugueteando con su rizado pelo. Ahora, sin embargo, me dejaba arrastrar por una mirada distinta. Me dejaba camelar por la curiosidad, el deseo, la naturaleza de aquellos nuevos gestos, me dejaba guiar por una voz extranjera.
Nada parecía estar ocurriendo sin ningún motivo concreto. Me estaba engañando a mí mismo al pensar que sería capaz de controlar todo aquello. Me sentía como el protagonista de una película que aún no había visto. Paseábamos en silencio, como dos personajes impotentemente abocados a un destino común, a un rumbo inamovible y concreto. Todo ocurría como ya estaba escrito, como tenía que ocurrir. La miré de reojo, ella estaba tan nerviosa como yo, preciosa con su chubasquero rojo. Y entonces lo entendí todo. Ahora yo debía frenar nuestra marcha, situarme delante de ella, mirarla a los ojos y besarla por primera vez.

Iván Sáinz-Pardo
"Al final del arco iris"
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LA CONFESIÓN

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Cuando aprobaba por los pelos y ocupaba mi tiempo en clases particulares, cuando callaba como si no supiese de que hablabais, cuando hacia ver que perdía el tiempo con bobadas irrelevantes, cuando me paseaba con supuestas novias todas ellas guapísimas, cuando escuchabais mis comentarios de machote, era todo simulado.
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LA CONFESIÓN

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Cuando aprobaba por los pelos y ocupaba mi tiempo en clases particulares, cuando callaba como si no supiese de que hablabais, cuando hacia ver que perdía el tiempo con bobadas irrelevantes, cuando me paseaba con supuestas novias todas ellas guapísimas, cuando escuchabais mis comentarios de machote, era todo simulado.
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